domingo, 25 de noviembre de 2012

Mil y una noches





Mirarte a los ojos
es perderse en la profundidad
del océano
en medio de la noche,
y aun así, sentirse a salvo.
Sumergirse en un volcán
y no abrasarse.
Lanzarse a un abismo sin fin
y no estrellarse,
porque tú eres el paracaídas.
Tener la absoluta certeza de que,
aunque tus pupilas de azabache
atraviesen mi corazón,
no moriré.
Y si muero, será de amor.
Caminan descalzos mis pies
sobre el desierto
de tu anatomía entera,
dejando mil huellas
en tu piel de arena.
Busco anhelante un oasis,
lo encuentro en tus labios de miel.
Absorbo uno a uno
tus húmedos besos,
y cuanto más bebo
más sedienta estoy de ellos.
Acostada en mi lecho,
percibo el calor de tu cuerpo
adherido a mi espalda,
caliente, intenso,
como un soplo de viento
procedente del Sáhara.
Tu voz, dulzura infinita,
me susurra al oído
palabras en árabe que no entiendo,
aunque capto su sentido,
su armonía, su ternura,
su capacidad
para inundarme de paz,
su poder para transportarme
a un lejano lugar
del que tú me hablas
y al que deseo ir contigo.
Blanco y azul,
casas y mar,
casi puedo oler la sal.
Pasaré contigo mil y una noches,
dijiste,
bajo una hermosa luna llena
y la cómplice sonrisa
de un millón de estrellas.
¡Yo quiero más!
Mi bello príncipe de ojos egipcios,
mi habibi,
déjame ser tu Shahrazad.
Quédate conmigo para siempre
en una eterna sucesión de
cuentos de mil y una noches
con sus mil y un días correspondientes.



domingo, 18 de noviembre de 2012

ME SEPARÉ, AUNQUE LE AMABA DEMASIADO. Del amor y otras adicciones






(Fragmento de mi libro Me separé, aunque le amaba demasiado. Del amor y otras adicciones. Dedicado a todas aquellas personas que se están separando, que lo están pensando, que lo hicieron recientemente o hace mucho tiempo. Y con especial cariño a mis amigas divorciadas, que no son pocas).

Tomar la decisión de separarme no fue agradable. Y sabía que tendría que ser yo la que diera ese paso, porque él jamás lo haría. No resultó sencillo, desde luego, pero fue lo menos complicado de todo lo que tuve que afrontar, en consecuencia.

Decir que una ruptura resulta siempre dolorosa y traumática sería hablar demasiado a la ligera; y añadir que se ha de pasar un período aproximado de un año para elaborar el duelo es caer en un tópico. No se puede generalizar, depende de cada circunstancia. En mi caso no fue la falta de amor la que me empujó, sino el instinto de supervivencia. Mi marido había caído en las garras de una adicción y después de años y años intentando ayudarle a salir de ese pozo comprendí que lo único que estaba logrando era hundirme con él. No es fácil convivir con un adicto, ya sea alcohólico, drogadicto o ludópata. Te conviertes en su cómplice y cada paso en falso que él da te salpica a ti, inevitablemente. Todo lo tuyo queda en un segundo plano, te vas anulando, borrando tu propia existencia sin apenas dejar rastro… hasta que él se convierte en el centro único y exclusivo de tu universo. O mejor dicho: su adicción y él. Eso me sucedió. Y cuanto más enganchado estaba él a su droga, más enganchada estaba yo a él, como si fuese mi propia droga. Tardé en darme cuenta. Y cuando por fin tomé conciencia, solté su mano, le dejé caer y salí corriendo sin mirar atrás, con mi pequeño hijo en los brazos. Paradójicamente, mi ex se recuperó en menos que canta un gallo (no de su enfermedad, sino de la separación) y no derramó ni una sola lágrima. No pidió perdón, no me rogó que volviéramos a intentarlo… ¡Quedó liberado! Para una servidora, en cambio, fue como un desgarro. Triste forma de descubrir lo efímero de sus sentimientos hacia mí. Había dejado de quererme mucho tiempo atrás. Se había acomodado, eso sí, los humanos somos animales de costumbres. He necesitado varias sesiones de terapia y leer unos cincuenta libros de autoayuda para ser capaz de asimilar tan cruda certeza. Al mes de separarnos ya me había reemplazado por otra.
 
Romper con tu pareja sin haber dejado de quererla equivale a arrancarte de cuajo el corazón, tirarlo al suelo y pisotearlo, que es lo que yo hice. Y superar eso resulta una tarea ardua que requiere olvidarse de prisas y poner una voluntad férrea. Pasas por varias etapas. Primero resuelves el papeleo y estás tan ocupada arriba y abajo que no te paras a pensar en qué está pasando. Después tu ex se echa novia y tú, incapaz de desear a otro hombre que no sea él, te subes por las paredes. Más adelante te autoconvences de que no te importa en absoluto lo que haga y tú puedes pasártelo tan bien o mejor, ligando más incluso, pero obviamente no lo consigues, y si lo logras resulta desastroso porque comparas a todos los hombres con tu ex y ninguno está a su altura.
 
Y de repente caes en picado y te das de narices contra el frío y duro suelo. ¿Qué es lo que te pasa? No consigues encontrar pareja, todo te incomoda, todo te pone de mal humor, no tienes vida sexual y, para colmo, él te empieza a hablar de divorcio. ¿Divorcio? ¿Es que piensa volver a casarse? ¿Ya…? Han transcurrido varios años, aunque a ti te parezca que fue ayer. Él tiene su vida encauzada y da la impresión de que le va a las mil maravillas sin ti, tan feliz con su nueva compañera. Quiere casarse con esa a la que tú odias con toda tu alma y que encima va a ser la madrastra de tu precioso retoño y la madre de sus posibles futuros hermanitos. Te quieres morir. ¿Qué has hecho tú mientras tanto? Te das cuenta, horrorizada, de que has seguido pensando en él… un poquito. Soñándole, añorándole, poniéndote guapa cada vez que venía a buscar al niño. Admites, no sin cierta inquietud, que aún estás un pelín enamorada, muy a tu pesar, quizás de una idealización, tal vez de un fantasma. Necesitas coquetear para sentirte viva. Y no deseas coquetear con otros, sino con él. Te miras al espejo y no te reconoces. ¿Pero qué estás haciendo? ¿Arrastrándote tras el hombre que te ha amargado la existencia…? Se acabó. Y empiezas a recibirle en pantuflas y sin maquillar. Total, a él que le importa si deambulas por tu casa como una zarrapastrosa. Recoges a tu hijo como si fuera un paquete de SEUR, no intercambias ni una palabra con el que estuviste casada tantos años que ni te acuerdas, le das con la puerta en las narices y no vuelves a saber más de él hasta quince días después.
 
Entonces, justo entonces, te enfrentas por primera vez a la realidad: estás sola. Mujer, separada, treinta y tantos, con un hijo. Esa eres tú. Se te cae el mundo encima. Sola ante ti misma, frente a frente, te contemplas una vez más en el espejo. Con calma, sin evasivas… y no te gustas. Parece que ha transcurrido un siglo entero desde que conociste al que fue tu compañero y ya no lo es. Presa del pánico descubres ante ti un abismo infinito. Ya no tienes que arreglar tú los desaguisados provocados por él; ya no tienes que rescatarle de sus continuas recaídas; ya no tienes que tirar del carro de un matrimonio desastroso; ya no tienes que pelear para separarte; ya no tienes que batallar con cientos de trámites…
 
Eso quedó atrás.
 
Y entonces, justo entonces, empiezas a comprender el asunto tal y como es: el hombre al que le hubieras dado la luna si te lo llega a pedir está rehaciendo su vida con otra mujer que no eres tú. Y a ti no te queda más remedio que aceptarlo. Tienes cosas por las que luchar y ninguna de ellas es él. Un hijo, una profesión, amigos, familia… Lloras y lloras con desespero. Experimentas un dolor visceral pero por primera vez tuyo, como si acabaras de parir. Es el principio del fin. Lo vas a superar. Tu historia, la tuya propia (y no la que viviste con tu inestable marido, que ahora es tu ex) acaba de empezar. Tienes ante ti un maravilloso libro con todas sus páginas en blanco… ¡empieza a escribir! Nadie dice que vaya a ser fácil o divertido. Aun así, debes hacerlo por ti misma. Y por tu hijo. Duele, lo sé. La herida está abierta pero se cerrará y, con el paso de tiempo, irá cicatrizando.
 
¿Y…? ¿Eso es todo…? ¿Tanto sudor y lágrimas para sentir este vacío, sin más…? Así es. Tienes dos opciones: seguir corriendo con los párpados cerrados, tropezando cada dos por tres con la misma piedra; o detenerte a analizar qué ha pasado y por qué, para empezar a caminar con los ojos bien abiertos. Tú decides.


 
 

domingo, 11 de noviembre de 2012

El otoño tiene su encanto






Yo soy más de verano, no lo niego. Es verdad que este año hemos sudado la gota gorda y ya se echaba de menos un respiro, pero venga ya, ¡no hay como el calorcito! Zambullirte en las saladas aguas del mar, dejarte acariciar por ese sol que, impetuoso como amante, abraza tu cuerpo mientras tú te tiras de bruces sobre la arena, con un rumor de olas de fondo. ¡Ah, eso sí que son vacaciones! Sin ocupaciones ni preocupaciones. Nada en qué pensar. La mente en blanco. ¿La mente en blanco? ¿Cómo? Ningún pensamiento negativo se interpone entre la felicidad y tú. Ah, pero... ¿la felicidad existe?, ¿y qué hay que hacer para encontrarla? Pues nada especial, sólo prestar atención. Está ahí, a tu lado. Es efímera, eso sí. Su diminuto cuerpo a menudo se mimetiza con el ambiente de tal manera que la pierdes de vista. Es escurridiza y se oculta entre sombras y recovecos. La felicidad no atiende a lo material. Está por encima de penurias económicas, desatinos políticos y conflictos laborales. Entiende más de emociones y proyectos. Si tuviera que identificarla con una época del año lo haría con el verano, sin duda. Tal vez por eso, cuando los días empiezan a refrescar, me persigue de vez en cuando la sensación de estar atrapada en un otoño gris. Pero solo de vez en cuando, ¿eh? Porque mira la cantidad de cosas que se pueden hacer cuando el frío arrecia:

-Pasear con tu pareja en un día de lluvia, abrazados bajo un solo paraguas.
-Saborear un humeante chocolate a la taza en la cafetería de siempre, observando a la gente que  pasa, a través de la cristalera.
-Compartir confidencias y risas con una amiga o varias. Sólo chicas.
-Zamparle un beso en la mejilla a tu enfurruñadísimo hijo adolescente cuando menos se lo espera.
-Disfrutar de una buena película en el sofá de casa, comiendo pipas.
-Dejarte vencer por la pereza y no sentirte culpable (Ah... Dolce Far Niente).
-Leer un libro… y después otro.
-Perderte bajo la funda nórdica entre un murmullo de besos, cuchicheos y arrumacos (¡Mmm! Esta es la mejor, con diferencia).

NOTA ACLARATORIA: No las he puesto por orden de preferencia sino tal y como se me venían a la cabeza.

¿Cursi yo? ¡Qué va! Romántica en todo caso. Y apasionada. Muy apasionada. Ahí está la felicidad, en esos pequeños placeres. Lo afirmo sin rodeos y me siento afortunada de saberlo, por mucho que yo misma ande un poco miope algunos días. Tarea pendiente: ir al oculista.

 

jueves, 8 de noviembre de 2012

Contradicciones



 
 
Siendo tímida como soy y teniendo en cuenta que siempre consideré la escritura un acto personal y muy íntimo, algunas personas de mi entorno se preguntan el por qué de un blog. Hace unos días, mientras buscaba cierta información, tropecé con esta frase: “El enemigo del autor no es la piratería: es el anonimato (Tim O’reilly)”. ¡Se acabó! Me dije. ¡Esto no puede seguir así! Y ahora me siento como si de repente me hubiera dado por desnudarme en plena calle, en medio de una plaza de lo más concurrida. Si alguien cree que he perdido la cabeza o la vergüenza se equivoca. Sigo cuerda (bueno, más o menos… lo justito para ir tirando sin que me encierren) y no me he desprendido ni un ápice del pudor, eso forma parte de mi esencia. Lo contradictorio reside en el deseo profundo, casi irracional, de que se me escuche en el silencio de ésta, mi voz, que es la escritura. Siempre tuve cosas que decir, desde muy niña, algo que no se reflejaba en mi naturaleza callada. Si alguien se metía conmigo “¡es que es tonta!” cuando estaba de vacaciones en el pueblo, mi abuela paterna, un cacho pan, salía en mi defensa “no es tonta, es discreta”. Y yo corría a refugiarme en su regazo protector (debo estar haciéndome vieja porque últimamente me acuerdo mucho del pueblo, de mis abuelos, de mi infancia… ¿será la melancolía otoñal?).
En fin, la cuestión es que aquí estoy, a mis cuarenta y tantos, cargada aún de no sé cuántas tonterías, tratando de recordar qué era eso tan importante que necesitaba gritarle al mundo. A los que me sigan, pedirles que se armen de paciencia porque para mí esto de la tecnología es como un puzle en el que avanzo a paso de tortuga, despacio y sin prisa, aunque sin pausa, pero ni siquiera sé si encajarán todas las piezas. Menos mal que tengo un atractivo ayudante técnico particular (te voy a dar mil y un besos, guapo, y después mil y uno más), que si no… 

No me hubiera importado en absoluto vivir en esa época en la que se escribía con pluma y tintero, en enormes pergaminos. ¡Ah, qué nostalgia! Como dice Candela Peña en la película Princesas, ¿se podrá tener nostalgia de algo que no te ha pasado? Porque yo la tengo. Soy pura contradicción. Eso sí, lo que me gusta lo hago con pasión. Con una pasión visceral que me nace en las entrañas.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Mis cuadernos y yo






Bienvenidos a mi blog. Inicio hoy esta aventura, no sin cierta dosis de timidez, aunque con mucha ilusión. Así es que, para ir rompiendo el hielo, os contaré algo de mí.
Nací en Barcelona en el año 1967. Soy psicóloga de profesión y escritora por vocación. Lo primero me proporciona el pan que nutre el cuerpo. Lo segundo me otorga la paz que alimenta el espíritu, permitiéndome seguir con vida. La necesidad de plasmar en alguna parte todo aquello que no me atrevía a decir en voz alta me impulsó a empezar a escribir a los doce años. Para mí, escribir es como respirar, si no lo hago, me falta el aire.
Mis padres son de un pueblo malagueño al que profeso gran cariño y en el que he pasado casi todos los veranos de mi infancia y adolescencia. Ser hija de inmigrantes me ha marcado, siempre tuve muy presente mi origen andaluz, aunque me siento orgullosa también de ser catalana. Recuerdo con especial cariño aquellas dilatadas vacaciones que se repetían, año tras año, repletas de emocionantes aventuras que yo narraba, con apasionado detalle, en mis inseparables cuadernos. Porque por mucho que el verano fuera la típica época de jolgorio compartido y diversión sin límites ni horarios, en algún que otro momento mi menda se las ingeniaba para escabullirse y desaparecer, en una búsqueda desesperada de privacidad y silencio. Tenía un escondite secreto para escribir: la escalera que conducía al terrao de la casa de mi abuelo. Un simple escalón le servía de apoyo a mis posaderas y otro hacía las veces de escritorio. Evidentemente, mi prima no tardó en descubrirlo. Aun así, lograba arañar esos retazos de intimidad día sí, día también.

A pesar de la evidencia de que lo mío eran las letras, acabé estudiando Psicología. A los dieciocho no sabía muy bien qué quería. Eso, unido a que aprobé la selectividad por los pelos —circunstancia que me impidió optar a Periodismo, mi favorita—, y que no me atreví a acudir a las pruebas de acceso a Bellas Artes —mi segunda preferida— propició que acabara licenciándome en Psicología Clínica. Guardé el título, me puse a trabajar de telefonista y me casé. Tuve un hijo, le hice frente a una difícil ruptura matrimonial y empecé a ejercer de psicóloga, por primera vez, en un Centro de Reconocimiento para Conductores. Nunca dejé de escribir. La escritura me ha acompañado en los peores y mejores momentos de mi vida. En mi intento por superar el divorcio busqué ayuda profesional y, al mismo tiempo, vomité un libro, el primero, Me separé aunque le amaba demasiado. Tres años después conocí a mi actual marido, un hombre marroquí que despertó en mí el interés por un país y una cultura que hasta entonces desconocía. El amor hizo renacer en mí la ilusión por la vida y la pasión por la escritura. Y fue la inspiración para crear Los ojos de Saïd, mi primera novela, y Pasión en Marrakech, la segunda.

Mis tres libros permanecen a la espera de ser publicados. Ya tengo en mente un par de nuevos proyectos. Y por mucho que avance la tecnología, y que este pequeño portátil se haya convertido casi en una prolongación de mi propio brazo, seguiré practicando, de tanto en tanto, el saludable acto de escribir a mano, con mi imprescindible Pilot azul de tinta gel, en mis inconfundibles cuadernos de hojas cuadriculadas y espiral metálica en los bordes, tamaño de medio folio y grosor considerable. Lástima que ya no pueda hacerlo sentada en un escalón. Y no sólo por las lumbares, sino porque después de morir mi abuelo, que en paz descanse, vendieron la casa. Los buenos recuerdos, en cambio, jamás mueren. Y menos aún los que dejaron su huella imborrable sobre el papel.








¿Escritora en crisis?

Estoy en crisis, me digo a mí misma. ¿Por qué? Me pregunto, iniciando una especie de monólogo interno absurdo. Porque aún no he empezado la ...