Mi regalo para estas fiestas es un capítulo de
PASIÓN EN MARRAKECH
íntegro, sin omisiones ni censura.
¡Feliz Navidad!
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Capítulo 7
Cuando llegamos a Rabat, sólo podía afirmar a ciencia cierta tres grandes cosas: que esa era la capital del Reino de Marruecos, que necesitaba urgentemente ir al lavabo… y que estaba muerta de hambre. Y esta última era la más contundente y absoluta de las verdades. Eran más de las dos de la tarde y nos habían tenido de gira desde las seis de la mañana. No podía asimilar ni un concepto más. O ingería de inmediato algún tipo de alimento o caería redonda al suelo. Así se lo hice saber a Rachid.
-¡Qué terrenal! ¡Qué poco espiritual! No te veo muy predispuesta a la práctica del ramadán ―objetó él con un guiño, mientras bajábamos del autobús. Entonces se dirigió al grupo dando instrucciones de lo que haríamos a continuación, adónde nos llevaría a comer, y la advertencia de que si alguien prefería ir a otro sitio era libre, siempre y cuando a la hora acordada estuviese delante del autocar. Nos quedaba toda una tarde de visitas antes de ir a Meknes y a Fez.
-Oye, guapo, aunque no lo creas los cristianos también tenemos nuestras épocas de ayuno y abstinencia. Y precisamente yo, provengo de una familia bastante beata. Sin embargo no entraba en mis planes la idea de enfermar de inanición durante mis vacaciones. ―Me defendí, malhumorada. Si una cosa me hace perder la compostura es sentir el estómago vacío. Rachid se empezó a reír y me sentí tan ofendida que busqué complicidad en otros compañeros de viaje. La hallé de inmediato.
-Tienes toda la razón, es demasiado trote. A mí me encanta ver sitios nuevos, siempre y cuando mis necesidades básicas estén cubiertas, porque si no es que me pongo de un humor de perros ―sentenció con desparpajo Nuria, veinticinco años, bajita y delgada. Cabello rizado, largo y castaño.
-A ver, David, sielo ―Rachid había dado permiso para que aquellos a los que les resultara difícil pronunciar su nombre, le llamasen David― es que al final esto más que unas vacasiones va a pareser una condena, ¿y qué hemos hecho nosotros pa mereser esto, eh, qué hemos hecho? ―afirmó Manuel, con tanto melodrama en su gesto amanerado y tanta tragicomedia en su voz, con acento andaluz, que nos dio un auténtico ataque de risa a todos, incluso a él mismo―. Mira, mira… es que no puedo con mi alma ya, quillo. ¡Es que me va a dar un soponsio! ―añadió, poniendo los ojos en blanco, gesticulando con exageración, disfrutando de su improvisado protagonismo. El guía número dos guardó silencio y compostura, aligerando el paso, impertérrito.
Nos llevó
a comer a un antro destartalado, donde lo primero que hice fue ir corriendo a
aliviar mi vejiga para volver a ser persona. Aunque nuestra hambre canina
jugaba a su favor, la decepción quedó bien patente, plasmada en rostros y
comentarios. Era un típico bar, como tantos hay en España, de los que sirven
menús y platos combinados. En días sucesivos pudimos comprobar que la
alternancia entre lujo y austeridad era premeditada. Unas veces nos llevaban a
excelentes restaurantes en los que disfrutábamos de la gastronomía típica del
país y otras a garitos cochambrosos en los que podías aspirar como máximo a un
plato de pollo con patatas o a una omelette
con ensalada verde.
Ya me estaba tomando el café cuando Rachid se sentó frente a
mí.
-¿Todavía
estás enfadada? ―susurró―. ¿Fumas? ―agregó, sacando un cigarrillo del paquete y
encendiéndolo.
-No
estaba enfadada, tenía hambre. Y no, no fumo. ―Mientras Rachid continuaba con
su discurso observé, de reojo, que Omar estaba algunas mesas más allá, conversando
con su mujer―. Perdona, ¿qué me decías?
-Que
me alegro de que no estés enfadada conmigo y de que no fumes.
-Tú
tampoco deberías. Por cierto, ¿está permitido fumar aquí?
-En
Marruecos todo está permitido. Y si algo no lo está siempre puedes sobornar a
alguien.
-Interesante.
El cansancio
regresaba con fuerza. Necesitaba una buena siesta. Rachid me caía bien, pero a
veces me atosigaba. A cada paso que daba, allí estaba él. Y esa era justo la
estrategia que menos funcionaba conmigo. En materia de hombres, cuanto más
indiferente y distante, más seducida me sentía. Mi atención se centraba en
Omar. No cesaba en mi búsqueda mental de una argucia perfecta para atraparle en
mis redes. La carne es débil… y la de los hombres más. Era improbable que se
pasara las veinticuatro horas del día pegado a su mujer. Imposible. Tentarle
suponía para mí un excitante reto. Lanzaría mi anzuelo en el momento preciso, en
el lugar exacto. El resto caería por su propio peso. Mi habitual desinterés por
el sexo no atenuaba mi gusto por el coqueteo, esa lucha de poder soterrada, la
intensa emoción del gato que juega a ser ratón. Mientras simulaba escuchar, no
le quitaba ojo a Omar. Entonces, sucedió de nuevo el milagro: ella se levantó y
se esfumó, camino de la toilette.
Dejé a Rachid con la palabra en la boca.
-Vuelvo
enseguida.
Sin el
menor reparo, me incorporé y me dirigí hacia el objeto de mi deseo. Ocupé el
lugar de la susodicha con cierto descaro. Él me miró sorprendido y echó el
cuerpo hacia atrás, apoyándose en el respaldo. Sus pupilas brillaban como
negros dardos. Sus carnosos labios se entreabrieron para dar paso a una
preciosa sonrisa.
-Edurne…
¿Qué tal? ¿Te lo estás pasando bien?
-No
te imaginas cuánto. ―Me incliné hacia delante e improvisé la mirada más
seductora que fui capaz. Azorado por la sorpresa, él desvió la suya―. Tu país
es maravilloso. Cada cosa que contemplo es un regalo para mis ojos.
-Celebro
que te guste. ¿Has viajado mucho?
-Bastante.
-Sí,
se nota que eres una mujer de mundo.
-¿Tú…
crees? ―susurré, coqueteando sin disimulo. Él titubeó un instante, sólo uno. Echó
un rápido vistazo a mi escote y otro en dirección al lugar por el que
aparecería su esposa, de un momento a otro. Después, me sostuvo la mirada desafiante,
inclinándose a su vez. Durante varios segundos fue como si el mundo entero se
desvaneciera a nuestro alrededor y sólo existiéramos él y yo. Sus ojos decían a
las claras «me gustas» y su cuerpo entero sugería «te deseo con cada poro de mi
piel». Cuando sus labios se despegaron, un escalofrío de placer anticipado
recorrió mi espalda.
-Adoro
a mi mujer ―sentenció, contra todo pronóstico, con una expresión socarrona. Y aunque
sabía que eso formaba parte de su juego, la magia se esfumó, se rompió en mil
pedazos… se hizo añicos como un objeto de cristal estampado contra el suelo.
Furiosa, retiré la silla y me levanté.
Regresé a mi sitio indignada. Rachid escudriñó mi rostro,
sin ocultar su desconcierto. Nunca dejará de sorprenderme el egocentrismo
masculino. Se concentran tanto en su potencial presa que jamás se les pasa por
la cabeza que esta, a su vez, haya salido también de caza. No me preguntó nada.
En ningún momento llegó a sospechar que estaba seduciendo a Omar. Se incorporó,
dándole un manotazo al aire que bien pudo significar «¡mujeres! ¿Quién las
entiende?». Y anunció en voz alta que era la hora de regresar al autobús. Nos
informó de que esa tarde conoceríamos algunos de los lugares más emblemáticos
de la ciudad de Rabat, como el exterior del palacio real, la Torre de Hassan,
el mausoleo de Mohammed V y las ruinas Oudayas.
El proyecto de Yaqub al-Mansur de construir una gran ciudad
amurallada, a finales del siglo xii,
incluía la creación de una magnífica mezquita que superara a la Giralda de
Sevilla y a la Kutubia de Marrakech, pero las obras quedaron interrumpidas tras
su muerte, cuatro años después de su inicio.
En
medio de una gran explanada repleta de las enormes columnas pertenecientes a esa
mezquita inacabada, me sentí pequeña, insignificante. Al fondo, el majestuoso mausoleo
de Mohammed V; en frente, la enorme Torre de Hassan; alrededor, el llamado muro
de los enamorados. Dicen que ese es el escenario mudo del encuentro de
numerosas parejas que eligen ese espacio para declararse su amor, siempre
dentro de los cánones permitidos del decoro. Las demostraciones de afecto en
público están prohibidas. A lo máximo que se atreven es a charlar entre
comedidos arrumacos, pasear entre risas y susurros, jugando al escondite y,
quizá, prometerse amor eterno o, por lo menos, formular una propuesta firme de
matrimonio merodeando por los jardines cercanos.
Como ya tenía cierta confianza con algunos de mis compañeros
de viaje, no escatimé a la hora de prestar mi cámara aquí y allá para que mi
imagen quedase plasmada en innumerables instantáneas. Sola, con Rachid, con
Nuria, con Manuel… Sujetando las columnas, correteando entre ellas…, o sentada
en un banco ante el muro de los enamorados. Incluso me ofrecí voluntaria para
fotografiar a Omar y Elena juntos, tal vez por aquello de si no puedes con el
enemigo, únete a él. Y, efectivamente, mi estrategia surtió efecto. Elena se
relajó y aflojó las amarras, haciendo amistad con algunas chicas del grupo y
dejando libre a su marido, circunstancia que permitió que mi guía número dos se
acercase a él e iniciara una amistad que no haría más que beneficiarme, sin
duda. Cuanto más cerca estuviese Omar de Rachid, más lo estaría de mí. Omar,
Rachid y Sofian ―el chófer― empezaron desde ese momento a mantener distendidas
conversaciones en árabe que molestarían a algunos de los presentes, ya que cada
dos por tres estallaban en carcajadas incomprensibles para el resto. Qué
tentador… criticar a otros usando un idioma que sabes a ciencia cierta que los
demás no dominan. ¿Quién no lo haría?
-¿Entiendes
el árabe? ―Me atreví a preguntarle a Elena.
-¡Qué
va! Me he propuesto mil veces aprenderlo, pero a la hora de la verdad no
encuentro el momento. ¡Es muy difícil! ―respondió ella.
-Y
eso que tú tienes al profesor en casa ―agregó Nuria.
-No
sirve de nada. Al contrario, es peor. Nunca te lo tomas en serio ―añadió la
mujer de Omar―. Tengo nociones pero para aprenderlo de verdad debería apuntarme
a una academia y no dispongo de mucho tiempo.
Con un gesto, Rachid nos avisó de que regresábamos al autocar. Aún teníamos que visitar Meknes y dirigirnos a Fez, donde pasaríamos la noche. Tenía la sensación de llevar varios días de viaje cuando, en realidad, sólo habían transcurrido unas horas.
-Meknes
se encuentra a los pies de las montañas del Atlas Medio y su nombre viene de la
palabra bereber meknassa. Así se
llamaba la tribu que fundó esta ciudad, en el siglo x, aunque podríamos decir que todo empezó cuando en el siglo
viii se construyó una kasba, o fortaleza,
en ese lugar en el que se asentaría, más tarde, la mencionada tribu bereber. La
población fue creciendo alrededor de la kasba y así nació la ciudad de Meknes,
cuya época de mayor apogeo como capital imperial se dio durante el gobierno del
sultán Mulay Ismaíl ―nos informó Rachid. Y, a continuación, nos explicó
numerosas anécdotas sobre el mencionado sultán, aunque sólo recuerdo las más
divertidas y morbosas. Era un personaje variopinto. Se comentan de él barbaridades,
entre otras que era un sanguinario y que disfrutaba matando, incluso que mataba
esclavos por puro placer. Desde luego, no cualquier rumor que circule por ahí
puede considerarse cierto. Lo que al parecer es tan verdadero como que me llamo
Edurne, es que el mencionado sultán fue uno de los más prolíficos de la
historia, llegando a tener alrededor de mil hijos. Disponía de quinientas
cincuenta mujeres oficiales y miles de concubinas. Se cuenta que le gustaba
jugar con ellas al escondite en sus amplios jardines y que cada vez que
descubría a una… aquí te pillo, aquí te mato. Poseía mujeres de cualquier
procedencia y raza. Y llegó a encapricharse de una cristiana, hija de un rey
francés, aunque, como era de suponer, el padre no le concedió su mano. El mausoleo
del tal Mulay Ismaíl y las puertas monumentales de Bab Khemis y Bab el Mansour
fueron los únicos lugares que nos dio tiempo a visitar de Meknes, ya que en
nuestra apretada agenda constaba que esa noche cenaríamos y nos alojaríamos en
Fez.
-¿Qué
tal, princesa? ¿Cómo lo llevas? ―Quiso saber el guía número dos, en cuanto se
sentó a mi lado, nada más subir al autobús.
-Estoy
muerta, Rachid. Muerta de agotamiento. ¡Pero me encanta! Estoy disfrutando como
una niña.
-La
vida del turista es dura, ¿eh?
-Sí,
sí… muy dura. ¡Vas a acabar con nosotros!
-Tranquila,
no todos los días serán así. Os damos mucha caña en la primera jornada, que es
cuando todo el mundo está aún con los cinco sentidos puestos. Luego vamos
bajando el ritmo, no te preocupes.
-No
sé si cenaré. Sólo deseo meterme en una bañera y, a continuación, en una cama.
No me importa ni dónde, ni cómo.
-¿Ni
con quién…? ―insinuó, entornando los párpados. A mí se me escapó una risotada
propia de niña inocente.
-No
seas travieso ―le advertí en un susurro. Por alguna extraña razón, con él me
sentía tímida. Algo que no me sucedía con Omar.
Cerré
los párpados unos segundos y le oí sonreír. Presentía que me estaba observando.
Sin darme cuenta fui transportada, casi al instante, al mundo onírico, y aunque
oía de fondo la dulce voz de mi guía número dos, que ya no se paseaba arriba y
abajo por el pasillo del autobús sino que, micrófono en mano, nos informaba
desde su sitio, me dejé arrastrar sin oponer resistencia.
-Despierta…,
bella durmiente. Estamos en el hotel de Fez. Venga, que todos los demás han
bajado ya.
-Mmmmm…
Rachid
sacó la única maleta que quedaba en el portaequipaje, que era la mía, cargó con
ella hasta el vestíbulo del hotel y me ayudó a rellenar el formulario
correspondiente, mientras esperábamos que nos asignaran a cada uno una
habitación y nos entregaran la consabida tarjeta para abrir la puerta.
-Te
aconsejo que vayas directamente al comedor a cenar algo, preciosa, porque si
subes ya no bajarás.
-Necesito
un lavabo. ―Estaba aturdida. No podía ni pensar.
-Ahí
tienes uno, al lado del comedor.
Después
de mojarme la cara con abundante agua, recuperé la consciencia de forma
eventual y me dirigí como sonámbula al comedor. Elegí una mesa solitaria, no
tenía ganas de hablar con nadie. Llené mi plato con un poco de todo, lo engullí
y subí enseguida a mi habitación, sin dar explicaciones.
Llené la bañera hasta los bordes. Las caricias del agua
tibia y de la espuma, sobre la piel, me devolvieron la vida. Lentamente, mis
agarrotadas piernas recuperaron el tono. Y aun muerta de sueño me sentí
renacer. Cientos de imágenes recopiladas durante los dos últimos días se
agolpaban en mi mente a borbotones: Cristina, con el rostro hundido entre las
manos; Rachid, observándome embelesado; Omar, desnudándome con los ojos; el
joven del área de servicio, seduciéndome. Ahí me detuve. ¡El chico de la
estación de servicio! ¡Lo había olvidado! Me sorprendí a mí misma recreándome
en el recuerdo de aquella sórdida escena.
Mi privilegiada memoria me la ofreció fotograma a fotograma con
todo lujo de detalles y, antes de darme cuenta, la excitación se había
instalado en mi vientre y amenazaba con descender. Recosté la cabeza hacia
atrás, cerré los párpados, suspiré y decidí dejarme llevar. Estaba sola, lejos
de mi país, de los míos, de las creencias y prohibiciones que me inculcaron. Me
sentía libre. «¡No te necesito, Víctor! ¿Me oyes? Ya no te necesito, ―exclamé,
y se me escapó una sonora carcajada que resultó un tanto grotesca―. Y a ti
tampoco, mi dulce Asier», añadí, satisfecha. Mis manos se movieron solas,
buscando los senos, pequeños pero turgentes, hambrientos, receptivos… Los amasé
con esa lentitud delicada de la que carecían los hombres que los habían tocado,
abrí las piernas y percibí el palpitar de mi sexo, ansioso, impaciente… le hice
esperar. Juguetones, mis dedos apresaron los pezones erectos, estimulándolos
sin prisa, apretándolos con suavidad.
Más tarde, bucearon hacia otras profundidades, deslizándose por
mi epidermis hasta alcanzar el ombligo, primero, y el Monte de Venus, después.
No tardaron en tropezar con ese botón mágico que tanto placer me proporcionaba
en soledad y que nadie más había sabido accionar con destreza… de momento. Un sonido
gutural, largo y profundo escapó de mi garganta y… justo entonces, oí que llamaban
a la puerta. Retiré la mano de mis genitales a toda prisa, como si me hubiesen
pillado haciendo algo perverso. Salí de la bañera, me envolví con el albornoz
y, sigilosa, encaminé mis pasos hacia la entrada de la habitación.
-¿Sí? ―Asomé apenas la nariz entre la puerta y el quicio, con cierta desgana.
-Edurne,
soy Rachid. ¿Te encuentras bien?
-Perfectamente,
estaba a punto de acostarme.
-¿Puedo
entrar o… estás acompañada?
-¿Cómo
dices? ―Perpleja, por lo que encajé como una acusación, abrí de par en par y
permití que pasara. No me detuve a pensar en que mi desnudez quedaba patente
bajo la bata, mal atada. Él paseó su mirada por la estancia―. ¿Qué te hace
pensar que estoy con alguien?
-Perdona,
me pareció oír…, no importa. No me hagas caso. ―Se justificó, escrutándome de
arriba abajo con avidez.
-Rachid,
estoy exhausta.
-Esto…
¿recibes así a cualquier hombre que llame a tu puerta? ―interrogó, sin levantar
la vista. Sólo entonces advertí que una buena parte de mi anatomía estaba al
descubierto.
-¡Oh
Dios mío! ―exclamé ruborizándome, mientras me tapaba.
-Te
has ido tan rápido del comedor que no me ha dado tiempo a darte las buenas
noches y a decirte que eres preciosa ―afirmó mirándome a la cara, por fin. Logró
arrancarme una sonrisa.
-Eres
muy amable ―murmuré.
Se me acercó muy despacio. Volví a reparar en sus ojos y
aunque despedían un claro destello de deseo, también contenían una buena dosis
de ternura. Tomó mis manos, acariciando apenas los dedos primero,
presionándolas con firmeza, después. Me atrajo hacia él y noté que estaba
empalmado. Mis pupilas siguieron a las suyas, que ejercían sobre mí un
increíble efecto hipnótico. Me besó y le correspondí. El sabor dulzón de su
lengua y la inesperada calidez de sus labios provocaron que mi sexo vibrara de
nuevo.
-Antes
te oí hablar ―susurró de repente.
-Pensaba
en voz alta.
-Y
gemir…
-Algunas
mujeres gimen más y mejor solas que acompañadas.
-No
habrán encontrado al hombre adecuado.
-¿Tú
crees? ―Sus desinhibidos dedos descendieron por mi cintura y por mi vientre, hurgando
aquí, presionando allá, hasta detenerse en el clítoris. Se los llevó a la boca,
los humedeció y continuó con su exploración. Una corriente eléctrica recorrió
mi columna, vértebra a vértebra. Una incontenible flojera se apoderó de mis
piernas. Y deseé que fuera Omar―. Rachid, tú… ¡madre mía! Tú…, tú me caes muy
bien y besas estupendamente pero… ¡no sigas! ―Se detuvo en seco, casi con
brusquedad, fulminándome con la mirada―. Lo siento. Eres mi guía y no quiero
líos.
-Está
bien, como quieras ―dijo, muy serio. Comprendí que había herido su orgullo
masculino y me sentí fatal, pero no me retracté. Me quedé en silencio,
mordiéndome el labio inferior―. Buenas noches, Edurne. Mañana será otro día.
-Buenas noches ―respondí con voz melosa, tras depositar un delicado
beso en su mejilla.
En
cuanto salió del dormitorio me eché de espaldas sobre la cama y mis hábiles
dedos remataron la faena. Un aullido largo e intenso se me escapó casi de
inmediato. Visualicé a Rachid con la oreja pegada a la puerta, escuchándome
gemir, con su abultado paquete a punto de reventar. Eso me puso muy cachonda. Imaginé
su deseo, sus ansias de poseerme. Y me excité aún más, provocando otro orgasmo.
Y otro… y otro más. Morfeo me sorprendió con el albornoz entreabierto y mi mano
reposando sobre la entrepierna. No sé cuánto tiempo permanecí así, sumida en
ese sopor que sobreviene después del placer. Más tarde me di la vuelta y
penetré en un plácido sueño, dulce y reparador, hasta el amanecer.
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Feliz Navidad!
ResponderEliminarBesos
¡Gracias! Feliz Navidad a ti también, Margaramon. Besos.
Eliminarmuy interesante aunque hay cosas sobre Mly Ismael que no son verdaderas pero no es un problema porque se trata de un texto literario...Muchas gracias por haber compartirlo.
ResponderEliminarSí, tienes razón, si te fijas ya comento que son rumores sobre el sultán que probablemente no son ciertos. Pero como bien dices se trata de una novela, es ficción, aunque documentada, eso sí. Te la recomiendo, Abdennaceur, seguro que te gustará. Saludos.
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