Los ojos de Saïd
(Fragmento)
¿Has contemplado alguna vez el océano
en una noche sin luna? Asusta. Todo es negro. La línea que separa el mar del
cielo se difumina en el horizonte, provocando una sensación terrorífica. Te reconoces
diminuta como una hormiga, insignificante como una pulga en medio de esa absoluta
inmensidad, en medio de esa demoledora soledad. ¿Te imaginas caerte ahí, en
plena oscuridad, siendo consciente de los infinitos misterios que se ocultan en
las profundidades de esas aguas? Así se sintió Sara la primera vez que se zambulló,
de forma voluntaria, en su mirada penetrante. Y por extraño que resulte, no
experimentó miedo alguno. Al contrario, jamás se había percibido tan segura y
arropada. Lo sé de buena tinta. Me lo contó ella misma usando homólogas
palabras e idénticas metáforas.
Sus ojos
fueron la clave. Negros, profundos, almendrados, perfilados con el lápiz
invisible de Tutankamon. Y digo invisible porque se parecían de verdad a los de
Tutankamon, sí, pero era imposible que se los hubiera maquillado, él nunca
haría algo así. Eran como eran por naturaleza. De mirada intensa, directa, que
nada temen, que nada ocultan. Muy diferentes a los cientos, miles de ojos
—occidentales— que había contemplado hasta ese momento, a lo largo y ancho de
sus treinta y tantos. Y cuando, intencionadamente o no, sus ojos tropezaron con
los de Sara, ella no los apartó, como solía hacer. Le sostuvo la mirada firme,
desafiante, casi al borde del descaro. Como la mujer segura de sí misma que se
suponía que era. Como buscando algún indicio de prepotencia machista en esos
increíbles ojos árabes.
Pero no
halló en los ojos de Saïd el mínimo atisbo de superioridad, ni por asomo.
Irradiaban tal halo de serenidad que se sintió hipnotizada, a la par que halagada,
al descubrir que la seguían a todas partes, y que eso venía sucediendo desde el
mismo día en que el joven aterrizara en la sede de Barcelona. Era la primera
vez que contaban con un intérprete marroquí en plantilla, circunstancia que
provocó algo de revuelo en general, y entre las féminas en particular. Hasta
hacía nada se las arreglaban con colaboradores eventuales, pero a raíz de los
sucesos que tuvieron lugar en la estación de Atocha de Madrid, el 11 de marzo
del 2004, la presencia en la redacción de alguien con perfecto dominio de la
lengua árabe, se hizo imprescindible. Cierto recelo flotaba en el aire. Se le trataba
con amabilidad y respeto aunque el prejuicio coexistía, en silencio, junto a
los buenos modales. Y si a alguna enamoradiza se le ocurría susurrarle al oído
a su compañera, entre suspiros: «¿No te parece atractivo?» la otra se apresuraba a contestar: «¿Estás loca? Es marroquí. ¡Y musulmán!
¿Quieres que te obligue a llevar un velo? Quítatelo de la cabeza».
Sara no
podía quitárselo de la cabeza. Lo intentó. Trató de convencerse de que lo único
que sentía por él era la inevitable curiosidad que despiertan las personas de
procedencia extranjera. Otra cultura, otras costumbres. Un cúmulo de
sensaciones contradictorias la golpeaba. Una parte de ella levantaba murallas alrededor,
por si acaso. Otra, añoraba con fervor casi urgente volver a estar con alguien,
saborear la miel de los besos, la cálida turbación de los abrazos, la traviesa
impaciencia del deseo a duras penas contenido. Dos años de celibato voluntario habían
sido más que suficientes. Sexo. ¡Mmm! Cómo echaba de menos el sexo...
Un hombre
árabe. ¡Uf! Qué complicado. Sin duda se sentía confusa, atraída por las
diferencias, se justificaba. Pero cada vez que Saïd aparecía ante ella sufría
estragos fisiológicos tales como taquicardia, aumento del flujo sanguíneo y una
especie de punzada ardiente en el bajo vientre. Por no mencionar el rubor de
las mejillas y el temblor de la voz. Su retorno a la adolescencia, en
definitiva. Tuvo que rendirse a los hechos: se sentía atraída por él y resultaba
evidente que era recíproco. ¿Bueno y qué? ¿No presumía tanto de su falta de
prejuicios raciales y de todo tipo? ¿Qué había de peligroso en tener una
aventurilla? Algo pasajero. Un aquí te pillo, aquí te mato y ya está.
Podía ser curiosidad, hambre sexual atrasada, simpatía mutua o química, pura y
simple.
Él se
mostraba tímido y respetuoso, tal vez en exceso, con el sexo opuesto. En su trato
hacia las mujeres de alrededor se le adivinaba la inexperiencia, incluso cierta
torpeza. Aunque dominaba el idioma, en ocasiones titubeaba, azorado. Sara se
preguntaba qué podía hacer para seducirle. Llevaba tanto tiempo sin salir con nadie
que no sabía por dónde empezar. Y ese no
sé qué de prohibido que envolvía a Saïd lo hacía aún más interesante. Solo
se le ocurría una forma de calmar su inquietud: acercarse a él. Pero la
desbordaban los tópicos. ¿Sería
machista? ¿La consideraría inferior por ser una mujer? ¿Vería con malos ojos
que diera ella el primer paso en un intento de conquistarle?
Averiguó que
vivía en Barberà del Vallès y se desplazaba en tren. Una tarde, minutos antes
de la hora del cierre, se atrevió por fin a formular la pregunta que rondaba
por su mente desde hacía días.
—¿Coges el
tren?
—Sí —contestó,
escueto.
—Podríamos
ir juntos hacia la estación, si quieres, me pilla de paso.
—Me parece
bien.
Parco en
palabras, pensó Sara, no va a ser fácil. Pese a todo, entendió que su propuesta
le sorprendió y agradó a partes iguales, a juzgar por la expresión de su
rostro. La esperó a la salida esa y todas las tardes siguientes. Una
encantadora forma de romper el hielo, lenta y tímida, a la antigua usanza, como
una pareja de novios en la sufrida España de los años cuarenta. Sin acercarse
demasiado, sin tocarse. Saboreando minuto a minuto la magia de enamorarse.
Empezaron a
conocerse con cautela. Ella le interrogaba con la inocencia y espontaneidad de
una niña. Él la miraba escandalizado aunque, en el fondo, le divertía su
franqueza, pues lo mismo le preguntaba: «¿Y
por qué las mujeres musulmanas llevan velo?» que le soltaba: «Pues el hombre que tenga cuatro mujeres
deberá estar muy en forma para cumplir con todas, ¿no?». Ante semejantes
elocuencias, Saïd reaccionaba con una risa nerviosa en algunas ocasiones,
ruborizado en otras. Jamás enojado. Demostraba una paciencia infinita. Como
periodista, Sara creía disponer de abundante material sobre el mundo árabe y
musulmán, aunque pronto descubrió que se trataba de una información confusa y
cargada de estereotipos.
Una mañana
estuvieron juntos en Barberà terminando un reportaje y, al mediodía, Saïd la invitó
a comer en un restaurante árabe que solía frecuentar. Se sintieron tan cómodos
el uno con el otro que el tiempo pasó volando, como en un soplo. ¡Y llegaron
tarde a la oficina! El rumor de que había algo entre ellos se extendió como la
pólvora desde ese instante y ya no hubo modo alguno de acallarlo.
En la
segunda cita fue ella quien le llevó a saborear una deliciosa paella en la
Ciudad Condal, en una terracita de la Villa Olímpica, un soleado sábado de
julio. Después de una plácida sobremesa, pasaron horas y horas conversando,
mirándose como bobos, riéndose de las cosas más simples, contemplando el sol, paseando
junto al mar o sentados en las rocas, muy pegados el uno al otro, sonrojados
como criaturas inexpertas. Sara deseaba estrechar las manos de Saïd entre las
suyas y no se atrevía. Esperaba que él lo hiciera y no lo hacía. Quiso hacer
eternas las horas, detener el tiempo. No lo consiguió. Mientras se dirigían hacia
el metro, minutos antes de la despedida, sintió que era su última oportunidad.
Saïd caminaba con las manos metidas en los bolsillos y no le quedó más remedio
que meter la suya en uno de ellos. Él entendió el gesto y le correspondió de
inmediato pasando un brazo por encima de sus hombros. Medía unos veinticinco
centímetros más que Sara y a ella le invadió una agradable sensación de
protección, cálida y tierna. Ya habían cumplido el ritual que les convertía en
pareja. Cuando se separaron, al final de aquella extraordinaria tarde
compartida, Saïd depositó un primer y tímido beso en los labios de Sara, tan
fugaz y escasamente saboreado que más tarde, al recordarlo, casi le asaltaba la
incertidumbre de si sucedió de verdad o solo tomó cuerpo en sus pensamientos,
teñidos de deseo. Sus mejillas sucumbieron a un rubor más propio de adolescente
que de mujer sobrada y su risa nerviosa no hizo más que añadir insensatez a una
escena que tiró por tierra la teoría de que a ciertas edades el amor se vive
con mayor serenidad. Desde ese momento anduvo no semanas, sino meses, con una
perpetua sonrisilla bobalicona estampada en su rostro noche y día; día y noche.
Así de dulce
fue el inicio de esta bonita historia. ¿Os la sigo contando?
Mar Montilla
Mar Montilla
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