Personas de mi entorno que han leído Los
ojos de Saïd, novela que a pesar de su reciente publicación, escribí
hace unos cuantos años, me han preguntado si el argumento sería el mismo si la
hubiese escrito ahora. No he sabido qué contestar. Confieso que tampoco sé qué
responder cuando alguien me comenta que caigo en los tópicos y que mis finales
son demasiado idílicos. Mi primera reacción es quedarme muda, algo que no siempre implica que no
esté de acuerdo, sino que necesito meditarlo. Aprendo más de quien se atreve a
hacerme una crítica honesta, aunque no sea buena, que de quien se esfuerza en
decirme lo que sabe que quiero oír. Una crítica constructiva puede resultarle
de gran ayuda al escritor —o aprendiz de— que desea pulir su estilo y
enriquecerlo con cada nueva humilde aportación al mundo de las letras.
Aun así,
no soy de reacciones rápidas. Analizo todas las opiniones que recibo acerca de
lo que escribo, positivas y negativas. Le doy numerosas vueltas. Entro en
debates conmigo misma. Me planteo viejos conflictos: —¿Qué pesa más, lo
racional o lo emocional?—. Por fin, después de una larga retahíla interna que
reivindica su liberación externa, me atrevo a exponerlo por escrito,
a modo de reflexión, como haré ahora.
Quienes me conocen de verdad, saben que no soy una
persona banal, ni lo son mis escritos. Suena contradictorio, me doy cuenta.
¿Cómo otorgarle cierta lógica a lo que trato de expresar? En mis textos se
cuelan experiencias y estados de ánimo, ya lo sabéis. No puedo, ni quiero evitarlo.
Si no lo hiciese así, no sería yo. La que garabateó las primeras anotaciones
que darían paso a lo que luego se convirtió en Los ojos de Saïd era una mujer
—enamorada hasta los tuétanos— que no sabía nada de Marruecos, ni de los
marroquíes, ni de sus costumbres, ni de su religión. Era una Mar cándida que,
absorbida por la serenidad de una mirada de ojos negros, tiró del hilo de ese sentimiento,
y se dejó arrastrar por él tanto en su propia existencia, como sobre el papel. Después,
la imaginación hizo de las suyas, y el destino también.
Como no tenía prisa, la
trama fue tomando forma a medida que pasaba el tiempo, a la par que se
consolidaba su historia, la verdadera, la que transcurría en el mundo real.
Más tarde, esa Mar viajó en repetidas ocasiones a Marruecos, un país que se le
quedó prendido en el alma, cuyas múltiples contradicciones la cautivaron por entero.
De ahí se trajo la semilla para Pasión en Marrakech que, como todo
aquel que la ha leído sabe, es un torbellino de felicidad, sensualidad y erotismo,
fruto de la vorágine de sensaciones en las que ella misma estaba sumergida en
esa idílica etapa de su vida. Esa Mar todavía creía en los finales felices. Estaba
firmemente convencida de su existencia. Se sentía fuerte para hacerle frente a
cualquier obstáculo, en la realidad y en la ficción, porque tenía claro que el
broche de oro iba a ser un hermoso final. Un final feliz. Imprescindible.
Irreversible. Insustituible.
Ingenua para unos, inocente para muchos, niña adulta para otros. A menudo no soy
ni lo primero, ni lo segundo, ni lo tercero. Pero es cierto que, en algunas
ocasiones, lo soy todo a la vez. Escribo con la misma pasión que amo y vivo. Me
entrego en cuerpo y alma, incluso cuando invento esos finales felices que
anhelo para mí misma. Así soy yo. Transparente. Desnuda. Expuesta. Ningún «as»
bajo la manga.
Tanto Pasión en Marrakech como Los
ojos de Saïd pintan las cosas más bonitas de lo que en realidad son, en
efecto. ¿Y qué? Están escritas así a conciencia. Son novelas. Es ficción. La
vida no es una novela, demasiado bien lo sé. ¿Pero por qué no darnos el gusto de
vez en cuando de leer —y escribir— historias que nos desconectan de nuestra
verdad y nos transportan a un universo paralelo en el que los finales felices son
posibles?
En cuanto a si Los ojos de Saïd sería lo que es si
la hubiese escrito ahora… La respuesta es no. Un NO rotundo. Ni siquiera
existiría. Por otra parte, aun a riesgo de contradecirme una vez más, me alegro
de haberla creado cuando lo hice, ni antes ni después. Me alegro de que exista,
y de que sea tal y como es. Estoy segura de que ha cumplido la función de
cerrar un ciclo de mi evolución —como escritora y como persona— que dará paso a un estilo diferente, más maduro.
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