Amaneces a mi lado, pero no puedo tocarte.
Me miras suplicante,
te miro comprensiva.
No comparto, pero tolero.
No entiendo, pero respeto.
Admiro tu entereza y tu fe.
Te levantas, te duchas
y te vas a trabajar con el estómago vacío,
sin que de tus labios salga
ni una sola queja.
Preparo café y desayuno sola.
Dedicaré mi día libre a esos asuntos pendientes
que siempre quedan, aunque estaré impaciente,
a qué negarlo, por tu retorno.
Regresas con la puesta de sol,
exánime y sin embargo sereno. Es la hora.
Tu cuerpo recupera el color y el calor
mientras tomas la sabrosa harira que te he preparado
(cuya receta conseguí a través de la amiga de una amiga mía).
Te brillan los ojos de felicidad.
Te pones cariñoso, tierno, dulce como la miel...
Me haces el amor con renovada pasión.
Y la luna, cómplice, contempla cómo la noche
se va transformando
en una orgía para los sentidos,
que durará hasta antes
de que despunte el sol.
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