lunes, 27 de noviembre de 2017

Crónica surrealista de una viajera despistada






Tengo un flamante y recién estrenado puesto de trabajo. Ejerzo tareas similares a las de mi empleo anterior, pero debo adaptarme a los cambios, ya os podéis imaginar, distintas herramientas; diferentes compañeros; nuevo jefe... ¡Todo un reto! Sin embargo, no es eso lo que más me inquieta.

Como mucha gente sabe, vivo en un universo paralelo en el que las cosas no funcionan del mismo modo que en el mundo real. Por lo tanto, aventuras como tenerme que desplazar a diario de la población en la que vivo a otra, pueden suponer para mí una verdadera odisea, dado el habitual despiste que me caracteriza. O, por lo menos, así es durante los primeros días, hasta que mis neuronas se van redirigiendo, y asimilan las novedades. Entonces, las extremidades comienzan a aceptar las órdenes que reciben de mi cerebro y, poco a poco, los pies me van llevando a diario al lugar, de forma automática. Dicho así, parece sencillo. Pero lo cierto es que esto sucede después de un cúmulo considerable de anécdotas de lo más variopintas, como las que me dispongo a relatar.

Día D:  
Me he informado bien acerca del autobús que debo coger y sus horarios. He indagado a fondo sobre qué alternativas posibles de desplazamiento tengo a mi disposición, y me consta que esta es la más idónea. He consultado a San Google y, por supuesto, a San Google Maps. Aun así, la duda me corroe, no lo puedo evitar. Hasta que no haya superado con éxito esta primera jornada, íntegra, no me quedaré tranquila. Un nudo de angustia atenaza la boca de mi estómago. ¿Y si esos horarios no se cumplen? ¿Y si me equivoco de parada? ¿Y si no encuentro la dirección a la que voy? ¿Y si no llego a tiempo? ¿Y si se junta la Tierra con el Sol? ¿Y si nos invaden unos extraterrestres? ¿Y si…? Las incógnitas son múltiples, y de toda índole. De entrada, resulta que cerca de mi casa hay dos paradas que pueden irme bien: La parada A y la parada B. No sé cuál me irá mejor, habrá que ir probando. Este primer día elijo la A. Ya estoy subida en el vehículo que me trasladará a mi destino, bastante convencida de que es el correcto. De todas maneras interrogo al conductor, por si acaso. Le informo de adónde me dirijo, le pregunto si me sirve la T-10, que es mi bono de transporte habitual. Este chófer, por cierto, es encantador. Me confirma que sí, que me sirve la T-10, pero de 3 zonas, y que no me preocupe, que me avisará cuando llegue a mi destino. Genial. ¡Uf, menos mal! Un tipo atento. «Operación ida» finalizada con éxito.

No obstante, aún queda la «operación vuelta».

Salgo de trabajar y me entretengo, haciendo tiempo. Mi  autobús aún tardará. Merodeo por la zona, explorando el territorio. Descubro varias tiendas de ropa, varios supermercados, una farmacia, etc. Diez minutos antes de la hora ya estoy en mi parada. La que me han indicado. Esa en la que me apeé esta misma mañana. ¡Por fin llega el autobús! Asciendo con alivio. ¡Qué ganas de llegar a casa! La conductora, que no solo es afable, sino también vidente, me informa de que no va para Barcelona. Vamos, que no estoy en la parada que debería estar. ¿Y ahora qué? Me ruborizo, abro unos ojos como platos y exclamo: ¡Madre mía! —¿Pero quién soy yo? ¿Anastasia Steele?—. ¡Pues ya puede correr! Me aconseja la buena mujer. Porque el último está a punto de irse, si es que no se ha ido ya. Añade. ¡Madre mía! ¡Madre mía! Repito. Le doy las gracias y salgo a la carrera, como alma que lleva el diablo, hacia la parada que me indica la gentil dama. Y, a Dios gracias, aterrizo a tiempo. Sofocada y sin aliento. Pero a tiempo.






Día H:
Me dirijo a la parada A. Aún no estoy segura del todo de que sea preferible a la B. No obstante, ¿cómo sería la vida sin riesgo? Aburrida. Carente de emoción. Insulsa. Ya dispongo de mi T-10 de 3 zonas, ese tema está resuelto. Algo es algo. Ahí estoy, sentada, esperando. Veo a lo lejos el que creo que es mi autobús, aún no puedo asegurarlo, pero me preparo. Debo admitir que ya no tengo la vista de lince de antaño. Existen tres autobuses muy similares entre sí, de la misma compañía, color, tamaño y modelo. Solo se diferencian por el cartel que indica el destino, y por un número. Los tres pasan a esa hora, con segundos de diferencia. Sin embargo, solo uno de ellos es el mío. Lo sé a ciencia cierta porque el primer día los paré a todos. Sí, en efecto. Subí a los tres. Pregunté a todos y cada uno de sus correspondientes conductores si ese iba a mi destino. Eso me quedó claro desde el principio. En fin, ahí estoy yo, viendo venir al que se supone que es el mío, y esperando a que se coloque a mi altura. Como son tantos los autobuses que paran en el mismo sitio, a menudo se forman largas hileras de estos vehículos, urbanos e interurbanos, y tienes que esperar a que el tuyo alcance el punto de parada. Bueno, pues mi autobús es el último de la fila. Un tramo bastante amplio lo separa aún del famoso punto de parada cuando, de repente, da un volantazo, gira, se desplaza al carril de al lado y… ¡se va! ¡Mi autobús se va! ¿Pero por qué se va! Grito, histérica. Y me echo a correr por la acera, en la misma dirección, colorada como un pimiento morrón. ¡Eh, oiga! ¡No se vaya! Todo el mundo me mira. ¡Se va! ¿Pero cómo puede ser! Evidentemente, ni él se detiene, ni yo lo alcanzo. Aunque, ya que estoy, sigo trotando hasta la parada B. ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? Me pregunto, al borde de un ataque de nervios. ¡Voy a llegar tarde y es mi segundo día! Me lamento. Bueno, bueno, a ver. Relájate, seguro que hay una solución. ¡Piensa, Mar, piensa! Venga, con la calma. ¡Oooooommmmmmmmmm! Logro tranquilizarme, al fin, y ser objetiva. Ayer llegaste con media hora de antelación, me digo, seguro que hoy llegas justo a tiempo. ¡No es para tanto, mujer, madura de una vez! Me vuelvo a sentar, recuperando el sosiego. Me resigno, me sereno, respiro hondo y observo —¡oh, milagro!— que viene mi autobús. ¡El anterior no lo era! Este sí que es el mío. Experimento un gran alivio y a la vez me siento absolutamente ridícula. ¡MADRE MÍA! A mi lado, Anastasia Steele resulta la tipa más avispada que puedas echarte a la cara. Pongo los ojos en blanco, solo de imaginarlo.



Día K:
Otra de las dificultades que mi nuevo empleo me obliga a superar es qué hacer con las tres horas libres que me quedan al mediodía, ya que mi jornada es completa y partida. Ir a casa y volver supondría un sobre esfuerzo, doble gasto y mayor estrés. Descubro una biblioteca en Vilanova, muy cerca. ¡Estupendo! Asunto solucionado. Aprovecho mi tiempo libre para escribir. ¡Excelente idea! Normalmente me desplazo a pie, así también hago ejercicio, aunque un compañero me ha informado de qué autobús podría coger, en caso necesario. Todas las incógnitas se van resolviendo de un modo favorable. Bien. Así paso yo mis mediodías. De Roquetas a Vilanova y de Vilanova a Roquetas. Caminando. Perfecto. La vida es bella. Hasta hoy. Hoy me he cansado de tanto caminar y, como ya he adquirido la T-Mes de tres zonas —un bono con un número ilimitado de viajes que puedes usar durante treinta días consecutivos en un radio de desplazamiento de tres zonas—, decido coger en Vilanova ese autobús que me indicó el compañero. Así lo hago. Pero, oh, oh, la máquina no admite mi bono de transporte. Pita y pita. Una y otra vez se enciende una lucecita tan roja como mi semblante. El chófer me mira mal. Yo sonrío con timidez. Lo intento de nuevo y vuelve a pitar. No lo entiendo, digo, enseñándole la tarjeta al conductor, que escruta mi rostro, con el ceño fruncido. A ver, señora, exclama con prepotencia, es que está picando con una tarjeta de tres zonas. Sí, sí, es de tres, corroboro con absoluto convencimiento. Pues por eso no le sirve, porque es de tres zonas. Pero si es la T-Mes, insisto. No lo capto, y cada vez estoy más sofocada. El autobús va lleno hasta la bandera. Detesto ser el centro de atención y, sin duda, en este instante lo soy. Señora —¡Otra vez lo de señora! ¿No hubiera podido decir mujer, muchacha, señorita, chica, joven…? ¡Que tampoco es una tan vieja, vamos!—, está usted en zona 4. ¿Ah, sí? ¿Vilanova es zona 4! ¡No lo sabía! El color de mis mejillas se intensifica por momentos. Pero a ver, si yo voy a Roquetas… —intento defenderme, con apenas un hilillo de voz—. De golpe y porrazo, el conductor no-amable detiene el motor del vehículo y se impone un silencio mortal. O sea, que no lo entiende. Dice, repantigándose en el asiento, soltando el volante, como diciendo bueno, pues nos quedamos aquí parados, si usted quiere, hasta que lo pille. Pues no, no lo pillo. Digo, con un tono casi inaudible. ¡Juro por dios que de verdad no lo entendía! Y no lo digo en un sentido metafórico, sino literal. Es una más de las incógnitas existenciales de mi vida. ¿Alguien puede explicarme cómo funciona esto de las zonas? Porque según mi lógica —no aplicable, por lo visto, al Planeta Tierra—, si yo tengo un bono para desplazarme en un radio de tres zonas, al moverme de la zona 3 a la zona 4, y viceversa, debería servirme, ¿no? Pues, visto lo visto, no. Y resulta evidente que este conductor, en concreto, no me lo va a aclarar. O sea que marco con mi tarjeta de 1 zona. La de 1 zona es mucho más barata que la de 3, cierto, pero para mí, que ya he pagado por mis viajes de todo el mes una cantidad nada despreciable, supone un gasto extra, del todo incomprensible y, según yo, innecesario. En fin. Sin comentarios.





Día X:
Estoy en la parada B, he venido directamente, creo que me va mejor que la A. Veo venir mi autobús y empiezo a prepararme, yendo hacia él, por si acaso, aunque aún no ha llegado a mi altura. En cuanto me acerco, el conductor me hace señas, como indicando que debo esperar en el punto de parada. ¡Jolín! Pienso. ¡No hay quién les entienda! Unos te hacen esperar en el punto de parada. Y otros, si no vas hacia ellos, ¡se largan! Así, sin más. Te entran ganas de decir a ver, un momento, ¡que saco la bola mágica! Pues nada, espero. Me subo, me instalo en mi asiento y todo va estupendamente bien hasta que me doy cuenta de que —¡oh dios mío!— no está haciendo el recorrido habitual. Me levanto como impulsada por un resorte, me dirijo hacia el conductor y le pregunto, con evidente desesperación en el timbre de mi voz: ¡Oiga! ¿Este no es el que pasa por Roquetas? ¿Este? No. Este va a Vilanova. ¡Ostras, ostras! ¡Me he equivocado de autobús! ¡Yo voy a Roquetas! El chófer, que este sí es considerado y bonachón, todo hay que decirlo, se apiada de mí y me advierte de que lo más sensato es que me baje ahí mismo y enlace con otro autobús que me llevará a mi destino. ¿Que qué autobús? ¡Aquel en el que tanta vergüenza pasé! He quedado en ridículo, una vez más. ¿Pero qué puedo hacer? Comprendo que lo más acertado es seguir la recomendación del hombre. Mi manía de salir de casa tan temprano evitará que fiche tarde. Pero no me librará de toparme cara a cara —¡otra vez!— con el conductor no-amable. ¡Qué vida más dura, por dios! Tengo ganas de llorar y me siento estúpida. Eso sí, llegaré justo a mi hora.

Mar Montilla






lunes, 18 de septiembre de 2017

LA NIÑA QUE HABITA EN MÍ



Érase una vez una chiquilla con una fantasía tan compleja y un mundo hacia dentro tan rico que a duras penas sabía cómo manejarse hacia afuera. Vivía en una especie de burbuja silenciosa, nadie conocía el timbre de su voz. Para expresar las emociones y que no le explotaran dentro, las volcaba sobre un cuaderno, acariciando el papel con su pluma de forma suave y continuada, dejando fluir la palabra escrita, que le interesaba infinitamente más que la hablada. A ella se le antojaba que las cosas no anotadas se esfumaban de la memoria sin dejar huella. En cambio, todo aquello que se transformaba en letras, bañadas en tinta, perduraba en el tiempo y permanecía para siempre. Fue abriéndose a la mundanal vida externa con pereza, a medida que crecía taciturna, aunque nunca desestimó su riqueza interior. Pasó de niña a adolescente y de adolescente a mujer sin abandonar jamás ese hábito de plasmar por escrito cada suceso, reflexión o pensamiento que se le ocurría a ella misma o a alguien de su alrededor. Cuando su día a día se llenaba de acontecimientos felices, los relataba con pasión, reviviéndolos con intensidad al escribirlos, y luego al leerlos, y una vez más al releerlos. Era mágico. Sin embargo, cuando las cosas no salían como esperaba y su corazón se llenaba de congoja y tristeza, la escritura le servía para vaciar el alma. Escribir la ayudaba a ordenar sus ideas, creencias y sentimientos. Lo hacía por y para ella. Escribía por el puro placer de escribir, y por el alivio que experimentaba al hacerlo. 

Un día, nadie sabe por qué, sintió la necesidad de ser leída por otros y se le ocurrió escribir un libro. La primera vez que alguien leyó un texto escrito por ella probó una desconocida y cautivadora sensación. Un universo nuevo se abrió ante sus ojos. Se volvió ambiciosa y decidió entonces escribir una novela. ¡Fue maravilloso! Comprendió que esa era su verdadera vocación y escribió otra… y otra. Rozó con las yemas de los dedos algo similar al éxito y eso la sedujo por completo. Lo disfrutó. Lo paladeó. Después llegaron las decepciones. Editoriales. Intereses. Rivalidades. Saboreó la amargura del abuso de quienes juegan con los sueños de los demás en su propio beneficio. Sintió en su piel el desgarro que provoca la envidia incomprensible de otros escritores. Lágrimas. Impotencia. Frustración. ¿Era ese el mundo real? No soportaba su crudeza. Le aterró comprobar que a menudo se preguntaba para qué iba a seguir escribiendo. Se asustó aún más al caer en la cuenta, horrorizada, de que ya nunca escribía a mano. No se reconoció a sí misma.

Hasta que un buen día decidió que nada ni nadie iba a contaminar la pureza de su alma. Sabía que, en el fondo, seguía siendo esa niña inocente, transparente, ingenua, incapaz de percibir la maldad ajena. Esa niña que escribía sin más. Por el puro placer de escribir.

Y por fin recuperó su esencia.

Mar Montilla











¿Escritora en crisis?

Estoy en crisis, me digo a mí misma. ¿Por qué? Me pregunto, iniciando una especie de monólogo interno absurdo. Porque aún no he empezado la ...