domingo, 18 de agosto de 2019

La aventura de ser madre de un adolescente


Cuando creé este blog, hace siete años, incluí una sección llamada Madre permisiva, algo neurótica y… ¡pelín histérica! Por aquel entonces mi retoño tenía quince años y, como cualquier angelito de esa edad, se las hacía pasar canutas a su madre —¡servidora!— que, día tras día, observaba a ese desconocido preguntándose: “¿Quién demonios eres tú y qué has hecho con mi adorable hijo?”.
Narrar, exagerando mucho las situaciones y dándoles un toque de humor  —o al menos esa era la idea—, las anécdotas más curiosas que viví y sufrí en aquella época, me servía de desahogo. Si lograba que alguna lectora se identificara conmigo, algo que sucedía a menudo, me sentía, además, muy reconfortada. Pero, como suele suceder en estos casos, también recibí alguna que otra crítica negativa por parte de madres que carecían del todo de sentido del humor. Eso me llevó a eliminar la sección. Sin embargo, guardé los relatos, y ahora que ya tengo cierta experiencia en este mundillo de las redes y las críticas me importan un comino, he decidido volver a publicar los que considero más divertidos.
Advertencia: la sección ya no se llamará Madre permisiva, algo neurótica y… ¡pelín histérica!, sino La aventura de ser madre de un adolescente, y NO es APTA para madres que se consideran PERFECTAS.






 La aventura de ser madre de un adolescente

Episodio 1:
La culpa la tuvo Bill Kaulitz 



—¡Mamá, quiero un piercing!
      Nueve años tenía mi hijo la primera vez que pronunció estas escalofriantes palabras. Estábamos sentados en el sofá viendo la tele juntos, cuando un vídeo de Tokio Hotel interpretando su famosa canción Durch Den Monsun provocó que a mi retoño se le iluminara la cara y se le dibujase una sonrisa de oreja a oreja. Intenté esquivar el asunto haciéndome la loca. Aunque, como ya debéis de sospechar, no dio resultado.
      —¿Eh, mamá? ¿Te has dado cuenta? Bill Kaulitz lleva un piercing en la lengua. ¡Qué guay! Yo quiero uno como el suyo.
      —¿Cómo sabes que lo lleva? Yo no he visto nada —respondí.
      —¡Se nota cada vez que abre la boca! Mamá, por favor… ¡tienes que fijarte más! 
      —Vale, pero Bill Kaulitz es todo un hombretón —argumenté, aunque resultaba evidente que el cantante de Tokio Hotel no era más que un crío—. Tú eres aún muy pequeño.
      —¿Cuando tenga su edad me darás permiso?
      —Bueno, ya veremos. ¿Cuántos años tiene Bill?
      —Catorce.
      “¡Catorce! ¡Dios mío, es un bebé!” pensé, de inmediato.
      —¿Lo ves? Él es mayor, tú no. Vuelve a preguntármelo cuando tengas su edad.
      En ocasiones como esta, una cree que no va a llegar nunca ese momento. "Ya se le pasará", piensas. 





Cinco años después:
—¡Mamá, quiero un piercing! —sentenció mi polluelo nada más cumplir los catorce. No se le había olvidado; a mí sí.
      —¿Un piercing? ¿De verdad crees que voy a darte permiso para que te pongas un piercing? ¡Solo tienes catorce años!
      —¡Me lo prometiste!
      —¡Yo? ¡Cuándo?
      —Estábamos viendo un vídeo de Tokio Hotel y…
      Estrujé mi cerebro. Un vídeo de Tokio Hotel, un vídeo de Tokio Hotel… Las vívidas imágenes de aquel episodio afloraron tan perezosas como impasibles a la superficie de mi memoria. Lentas pero seguras.
      —No te lo prometí. Dije que “ya veremos”.
      —¿Y eso es un “no”?
      —Por supuesto que es un “no”. Eres demasiado joven, aún. Tendrás que esperar hasta los dieciocho.
      —¡Hasta los dieciocho? ¡Sí, hombre! ¡Falta un siglo! Hasta los quince.
      —Hasta los dieciséis y se acabó el regateo. 
      Una cosa era que llevase determinado tipo de ropa o corte de pelo y otra muy distinta permitir que le atravesaran la piel hasta perforar la carne. La integridad física de mi hijo me preocupaba, como a cualquier madre. Yo también me agujereé la oreja por múltiples zonas —lo hice sola, con hielo y aguja— y me la llené de aretes, ¡pero tenía veinte años! ¿Qué estaba pasando? “Como sigamos así, las nuevas generaciones van a nacer ya con los tattoos puestos”, pensé.
      Pese a la pataleta de sus recién estrenados catorce me hice de nuevo con la victoria y algo mejor: gané tiempo. 
      El calendario, sin embargo, siguió avanzando inexorable y a mi pesar. No se detuvo ni por un instante, el puñetero.






Un año después:
      —¡Mamá, quiero un piercing! —exclamó el púber, al cumplir los quince.
      “¡Maldita sea! ¡Otra vez con el dichoso piercing!”
      —Te dije a los dieciséis, ¡no seas pesado!
      —¡No puedo esperar! ¡Quiero un piercing y lo quiero ya!
      “¡Dios santo! ¡Qué pesadilla!”
      —Hijo, qué más te da. ¿Quince? ¿Dieciséis? ¿Qué diferencia hay?
      —¡Eso! ¿Qué diferencia hay?
      Caí en mi propia trampa de bruces; urgía un cambio de estrategia inmediato.
      Recurrí al chantaje.
      —No haces más que pedir y pedir. ¿Qué das tú a cambio? Si al menos estudiaras.
      —¿Si lo apruebo todo me darás permiso?
      Y al soborno.
      —¡Hecho!
      —¡Toma ya! ¡Sí! ¡Eres la mejor madre del mundo!
      ¡Bien! Otro tanto a mi favor. Conocía a mi hijo: no era imposible que lo aprobase todo, pero sí improbable.

Fin de curso. Tal y como me temía, a mi cachorro le quedaron unas cuantas asignaturas colgadas para septiembre. Y —oh, oh— empezó a expresar en voz alta su deseo de abandonar la ESO. La mía había sido una victoria agridulce, una vez más. Me puse en alerta.
      —Venga, Chris, al menos inténtalo.
      —No vale la pena, mamá; voy a suspender.
      Desmotivación total y absoluta. Tuve que echar mano de mi imaginación a toda prisa. Estaba dispuesta a hacer lo que fuese con tal de que no dejase los estudios.
      Incluso recurrir al chantaje.
      —Si apruebas los exámenes de recuperación ¡te daré permiso para un piercing!
      —Es inútil, mamá, no voy a presentarme.
      Y de nuevo al soborno.
      —Te ayudaré a estudiar. Si te esfuerzas y te presentas habrá una recompensa. Aunque no lo apruebes todo.
      —¿De verdad?
      —Sí. Prometido.
      —¿Y esa recompensa puede ser un piercing en la lengua?
      "¡En la lengua? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?"
      —Esa recompensa puede ser un piercing en la lengua —ya estaba dicho; y una promesa es una promesa.
      ¡Adiós vacaciones! Cada mañana, desde finales de junio hasta principios de septiembre, ayudé a mi hijo con sus interminables y tediosas tareas estudiantiles —¡había suspendido más asignaturas de las que había aprobado!—, exceptuando alguna escapadita a la playa. Para más inri, a principios de agosto sufrió un ataque de apendicitis y tuvo que ser operado. ¡Menudo verano! El machaque psicológico al que me sometió el cachorro humano, además, no tenía precedentes.
      —Me han dicho que no duele nada de nada, un pinchacito y ya.
      Sacaba el tema a la hora del desayuno; a la hora de la comida; a la hora de la merienda; a la hora de la cena.
      —Muchos amigos míos llevan piercings en la lengua desde hace tiempo, no te creas, ¡y tienen mi edad!
      Parecía un disco rayado. El monotema se repetía una y otra vez, una y otra vez…, como una cansina letanía. Por más que me esforzara en cambiar de conversación, él siempre se las arreglaba para reconducirme a ese tenebroso callejón sin salida.
      —Tendrás que acompañarme, ¿sabes? Porque los menores de dieciséis años necesitan una autorización de los padres. 






Al fin llegó la temida, a la par que esperada, semana de exámenes de recuperación. El chaval no lo aprobó todo, pero superó varias de las materias pendientes y pasó de curso; había cumplido su parte.
      Empecé a buscar información en la red como una loca; y se me revolvió el estómago. El piercing que él quería era, precisamente, el que conllevaba mayores riesgos. "¡Ahhhrrggg! ¡Maldita sea!" Intenté convencerlo por todos los medios de que se lo pusiera en el labio o en la ceja, por ejemplo. No hubo manera. Mi hijo es de ideas fijas. Ya tenía elegido el día, la hora, el lugar... y la zona de su cuerpo que se iba a perforar: ¡la lengua!
      Un tipo calvo y gigante como un armario nos recibió en el lúgubre antro, exhibiendo sus impresionantes bíceps tatuados y unas dilataciones tan exageradas en sendos lóbulos que había más agujero que oreja. Un sudor frío descendió por mi espalda. Las voces de mi conciencia —sí, tengo más de una— hicieron toc-toc en el umbral de mi embotado cerebro. La de mi Ángel me advertía, con tanta suavidad como delicadeza: “Protege a tu hijo, no lo dejes en manos de cualquier desaprensivo, es tu niño”. La de mi Demonio, frotándose las manos, me hostigaba malicioso: “¡Se lo has prometido! Y una promesa es una promesa”.
      —No puedo, Chris, no puedo. ¡Lo siento! Esto es demasiado. ¡Vámonos!
      —¡Mamá, me lo prometiste!
      Mientras el mastodonte nos observaba impertérrito, mi zagal se le plantó delante con determinación.
      —Quiero que me ponga un piercing en la lengua —ordenó. El hombre lo premió con su sonrisa perniciosa y me lanzó a mí una mirada desafiante.
      —Si quiere, puede ir echando un vistazo a las advertencias y rellenar el formulario. Tenéis que firmar aquí, los dos.
      Me entregó un dosier de varias hojas y señaló un apartado, al final de la última. El fruto de mis entrañas agarró el primer bolígrafo que encontró, dispuesto a plasmar su garabato. Lo impedí a tiempo.
      —¡Espera! —grité—. Primero hay que leer lo que pone.
      —¿No pensarás leerte tooodo eso?
      —¡Por supuesto! Nunca se debe firmar ningún documento sin leerlo.
      El muchacho refunfuñó y resopló, pero me importaba un bledo. El "armario" desapareció para que pudiéramos discutir en la intimidad. Me lo leí de la “a” a la “z” buscando con desesperación algo a qué aferrarme, una prueba irrefutable del error que estábamos a punto de cometer. ¡Y la encontré!
      —¡Mira! ¡Mira lo que pone aquí!: “Se desaconseja colocar un piercing después de haberse sometido a una intervención quirúrgica, si no ha transcurrido al menos un mes”. ¡Ja! ¡Ahí lo tienes! ¿Lo ves? A ti te acaban de operar de apendicitis. ¡Menos mal que lo he leído!
      —¡Fue el mes pasado!
      —Sí. Hace exactamente tres semanas, lo sabes muy bien. No podemos arriesgarnos. ¡Oiga! ¡Oiga! —de todas maneras, decidí consultárselo al mamut, que reapareció con desgana y sin garbo—. Mire, a mi hijo lo han operado hace poco y aquí pone que…
      —Este… Bueno, señora… Si lo pone ahí por algo será. Es lo que dice el reglamento. Consulte a su médico. Yo no quiero problemas.
      Salí de ahí triunfante, tirando del brazo de un enfurruñadísimo Chris. ¡Bendita apendicitis! Y al cabo de dos días estábamos en la consulta del Hospital Sant Joan de Déu, en la segunda y última revisión del post-operatorio.
      —¿Verdad, doctor, que no es bueno que se ponga un piercing, estando tan reciente aún la operación? —le dije, guiñándole un ojo.
      —En el ombligo no, desde luego —respondió.
      —No, no es en el ombligo, es en la lengua –afirmó Chris.
      —Entonces no veo inconveniente alguno, jovencito. Estás totalmente recuperado, puedes hacer vida normal.
      "¿Será posible? ¡Menuda ayuda!" Tenía escasos días de margen para idear una estrategia perfecta y definitiva.
      No se me ocurría ninguna.
      El tiempo pasaba y el polluelo me atosigaba sin piedad. ¡No me dejaba pensar! Desayunábamos con el piercing; comíamos con el piercing; merendábamos con el piercing; cenábamos con el piercing. ¡Qué pesadilla! No había excusa posible. Se lo prometí. Y una promesa es una promesa.
      Mister Proper me miraba con cara de pocos amigos, levantando una ceja, mientras yo escudriñaba de nuevo, de arriba abajo, el dichoso dosier. En esa ocasión no hallé impedimento alguno. “Eres una mala madre”, afirmaba mi Ángel con un hilillo de voz, meneando la cabeza de un lado a otro con desazón. “¡Firma de una puñetera vez, maldita vieja!”, soltaba el Demonio, perdiendo la paciencia.
      —¡Firma ya, mamá, que van a cerrar!
      Estampé la lúbrica con mano temblorosa y Chris hizo lo propio. La Bestia me arrebató el dosier con una especie de mueca que no llegaba a sonrisa, y parecía satisfecho. Se sentía vencedor; yo me sentía vencida.
      —Necesitaré vuestros documentos de identidad para hacer fotocopias —alegó.
      Mi chaval sacó el suyo al instante. Yo rebusqué en el interior de mi enorme bolso con lentitud exasperante; era consciente de que estaba tardando una eternidad. Ambos, ahora cómplices, clavaron sus miradas asesinas en mí, gesto que no me ayudaba en absoluto, ¡me estaban poniendo de los nervios! Saqué el monedero, ¡por fin! Lo abrí y comprobé, estupefacta, que mi DNI no estaba dentro. ¿Cómo podía ser? ¡Lo guardaba siempre en el mismo sitio! Efectué un registro minucioso, pero no apareció. ¡Todo un misterio!
      —¡Qué pasa ahora, mamá?
      —No está donde debería estar; no lo entiendo.
      ¿Qué hubiese dicho Freud?
      —¿Cómo no va a estar? ¡Tú siempre lo llevas! Eres la persona más responsable y cumplidora que conozco, no vas por ahí indocumentada.
      —Si no hay DNI, no hay piercing —espetó el Bulldog. Se cruzó de brazos con semblante glacial, puso los ojos en blanco y desapareció de nuestra vista. Busqué y busqué, por todas partes, pero fue inútil. No estaba. Nunca antes me había sucedido nada semejante.





      Mientras caminábamos hacia el metro a Chris empezó a salirle humo por las orejas. Me sometió a tal tortura psicológica que a punto estuve de lanzarme a las vías o empujarlo a él. “¡Socorro!” gritaba con el pensamiento. Me vino a la cabeza aquel dichoso vídeo de Tokio Hotel. ¡La culpa la tuvo Bill Kaulitz! Traté en vano de concentrarme en la búsqueda mental de mi documento de identidad, que era lo que realmente me preocupaba en ese instante, ¿lo habría perdido? ¿Me lo habrían robado? No lograba discurrir con claridad. “¡Que alguien me ayude!” era lo único que alcanzaba a discernir. La presión a la que me sometía el chico bloqueaba y anulaba la totalidad de mis neuronas. “¡Aaaarrggghhhhh!”
      —¡Cállate de una vez! ¡No me dejas pensar! Es importante que recuerde cuándo fue la última vez que necesité mi DNI y para qué.
      Pero mi hijo no hacía más que lamentarse y lloriquear. No me servía de ninguna ayuda. No veía más allá de su propio ombligo.
      Llegamos a casa y lo puse todo patas arriba buscando el documento. Hasta que, de repente, se me encendió una lucecita en el cerebro: el día anterior había hecho una fotocopia, ¿me lo habría dejado en la impresora? Lo comprobé y… ¡bingo! Lo cogí a toda prisa, tiré del brazo de mi chaval, sin darle explicaciones, y salimos como almas que lleva el diablo. Ahora era yo la que sentía la necesidad urgente de librarme del asunto del piercing de una puñetera vez y para siempre. Pero al llegar al local... estaba cerrado.





      —¡Mira lo que has conseguido! ¡Estás haciendo todo lo posible para impedir que tenga mi piercing! ¡Te odio!
      ¡Encima! ¡Lo que me quedaba por oír! No podía más, ¡la cabeza me iba a estallar! Lo que debería haber hecho es cruzarle la cara ahí mismo a ese engreído y regresar a casa, lo sé. ¡Pero seguiría machacándome hasta el fin de los días!
      —¿Eso es lo que crees? Muy bien. Seguro que hay cientos de esos establecimientos, alguno quedará abierto.
      —Sí —murmuró—, conozco otro que está por allí, aunque creo que es más caro.
      —¡Qué más da! De perdidos al río, ¡vamos!
      “Esto es otra cosa” me dije, nada más entrar. Era un local amplio y bonito, bien iluminado. Las paredes estaban decoradas con dibujos típicos de tatuajes. De fondo, sonaba buena música hard-rock. Me sentí tan aliviada como reconfortada. Las vitrinas mostraban una gran variedad de piercings. Una mujer, más o menos de mi edad, sonrió y se nos acercó. Llevaba una bata blanca. Sabía que no era médico, ni enfermera; aun así, la bata blanca le proporcionaba un toque de profesionalidad que a mí me transmitió confianza, tranquilidad. Nos informó con eficacia y rapidez. Firmé y pagué casi con los ojos cerrados, entregando mi DNI con diligencia. Cualquiera diría que estaba deseando que a mi hijo le taladrasen la lengua. ¿O es que de verdad lo ansiaba? Hum, ¿qué diría Freud?

      —Seguidme— ordenó.
      Subió una escalera, con nosotros detrás. Todo presentaba un aspecto impoluto. Entramos en un pequeño cuarto en el que había una camilla y le pidió al chico que se tumbara; eso me gustó. Me quedé en la entrada, apoyada en el quicio de la puerta, observando desde una distancia prudencial. Ella se puso unos guantes de latex, colocó el piercing elegido en una bandejita y lo roció con alcohol. Acto seguido echó mano de una especie de aguja larga de plástico, perfectamente empaquetada en su higiénico envoltorio. La extrajo y procedió.   

    —Sentirás un leve pinchazo —informó—; te dolerá. La barra que voy a ponerte es larga y algo molesta, pero debes llevarla durante un mes. Se te hinchará la lengua, te supurará, escupirás espumarajos verdes, los primeros días no hablarás bien… pero tranquilo; todo eso es normal —¡Madre mía! Su sinceridad resultaba abrumadora. ¿Cómo era posible que mi hijo, tan aprensivo como es, no se levantara y saliera por piernas?—. Durante unas dos semanas solo podrás ingerir comida triturada y líquidos. Usa un enjuague bucal sin alcohol tres veces al día. En algunos casos ocurre que la bola del extremo del piercing se desprende y… ten cuidado, no te la vayas a tragar. ¿Está claro? ¿Lo has entendido todo? —Chris hizo un gesto afirmativo y contundente con la cabeza. Qué fuerte. Impresionante. Si no lo llego a ver, no me lo creo—. Muy bien, vamos allá —continuó la mujer de la bata blanca. Yo permanecía muda y expectante—. Abre la boca y saca la lengua —le sujetó la lengua, la marcó con un rotulador, se la perforó con la aguja y sustituyó la misma por la barra del piercing en un santiamén, con una habilidad prodigiosa—. ¡Ya está! —exclamó, satisfecha. A mí los ojos casi se me salieron de sus órbitas. ¿Ya estaba? —Si tienes cualquier problema, ven lo antes posible. Si no, nos vemos dentro de un mes. ¿Ok?

      Le di mil veces las gracias, no salía de mi asombro, ¡qué fácil!
      —¡Do be ha dolido dada de dada, babá! –balbuceó Chris, camino del metro–. ¡Anda, di do buedo hablad!
      “¡Vive Dios! ¡No puede hablar!” Era un milagro maravilloso.
      Se quedó callado el resto de la noche y pasó los siguientes días practicando el voto de silencio. Además, se ocupó él mismo de preparar sus cremas, batidos y purés, ¡faltaría más! No hablaba a la hora del desayuno; ni a la hora de la comida; ni a la hora de la merienda; ni a la hora de la cena.
      Qué paz; qué sosiego; qué calidad de vida. ¡Bendito piercing! ¿Por qué no le di permiso antes?
      ¡Gracias, Bill Kaulitz!

Moraleja: 
Si no puedes con el enemigo, únete a él. O lo que es casi lo mismo: si no logras impedir que tu hijo se ponga un piercing, por más que tú aborrezcas la idea, al menos asegúrate de que lo haga en un lugar que reúna las mínimas garantías legales, higiénicas y de seguridad. Por cierto, Chris sigue llevando ese piercing, siete años después —y otros más, en distintas partes de su cuerpo—, y jamás le ha creado problemas de salud ni de ningún tipo.





4 comentarios:

  1. Qué bueno tu relato! Me encanta cómo lo cuentas. Y si, todas las madres pasamos por permisos especiales. Ayer j6stamente en el almuerzo de domingo, mis hijos, ya padres se reían recordando.
    Te sigo leyendo.

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  2. Sí, la verdad es que yo ahora también me río al recordarlo, pero no fue fácil. Mi hijo atravesó esa etapa complicada entre los 13 y los 15, fue muy precoz. Después todo se fue reajustando, poco a poco. ¡Gracias por leer y comentar!

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  3. Todavía me falta para ser madre de adolescentes. El problema es que, en mi caso, seré madre de cuatro adolescentes !!!!!! Y seguro que llega mucho antes de que me dé cuenta, lo veo venir.

    Este tipo de artículos reales con un toque de humor me encantan. Sigue publicando todos los relatos que tengas guardados de aquella etapa. Así me iré preparando para cuando llegue mi momento 😅.
    No sé si es peor una adolescencia con piercing, a pesar de los chantajes y de la letra pequeña, o una como la mía. Es una etapa complicada, sin duda.
    Un abrazo.

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  4. La adolescencia nunca es fácil. Yo recuerdo la mía propia como si fuera ayer: las discusiones con mi madre día sí, día también; si ella decía blanco, yo negro; si ella decía "no", yo "sí"; y así todo. Mi hijo al menos ha tenido la suerte de tener una madre abierta y comprensiva, aún así tuvo su etapa de rebeldía entre los 13 y los 15, fue bastante precoz. Luego se calmó, y ahora soy para él más amiga que madre, esa es la verdad. Gracias por pasarte por aquí, Laila. ¡Y suerte cuando te llegue la hora! Un abrazo.

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