jueves, 24 de septiembre de 2015

La vecina Tánger





Me acerqué a la vecina Tánger. Paseé a pleno día por las calles del Boulevard y me camuflé entre sus gentes, arriesgando la vida propia y la ajena cada vez que atravesaba la avenida, tratando de esquivar los coches. Intenté pasar desapercibida, con mi cabello recogido, mis faldas amplias y largas, de tela tupida, y mis blusas holgadas de media manga, pese a ese sol que parecía reírse de mí sin disimulo, señalándome con el dedo, mirándome de soslayo, persiguiéndome implacable como si fuese el objetivo único de su incandescencia. Por más que me empeñara, mi condición de extranjera quedaba patente en los músculos contraídos de mi rostro al cometer el acto suicida de cruzar la carretera. Los autóctonos —vehículos y transeúntes— se entremezclan con naturalidad, en una especie de baile cuya coreografía no encaja con ninguna norma de tráfico.





Aun así, me relajé desayunando en el Salón de Té La Giralda, mientras contemplaba la espléndida panorámica que ofrecen sus cristaleras. A escasos metros El Minzah, emblemático hotel; y más cerca aún, justo en la acera de enfrente, una larga hilera de adolescentes ociosos descansando sobre una muralla; algunos observan a los turistas que se fotografían junto al cañón; otros estallan en absurdas risotadas, entre humaredas de hachís; y otros clavan sus pupilas más allá del Estrecho de Gibraltar y de sus aguas —Mediterráneo al este, Atlántico al oeste—, en la tierra que asoma al otro lado, con sus falsas promesas de prosperidad europea.






Penetré en la caótica Tánger. Merendé en la pastelería La Española, degustando un sabroso petit pain au chocolat acompañado por un dulcísimo té a la hierbabuena, y aunque aguanté lo que pude, no me quedó más remedio que hacer uso del abanico que suelo llevar en el bolso, atrayendo aún más, si cabe, la curiosidad de las miradas femeninas y la picardía de las masculinas. Sacié mi sed con el vaso de agua —a veces botellín— que te sirven sin que lo pidas. Luego continué mi paseo calle abajo hasta perderme en el zoco, donde tampoco en esta ocasión aprendí a regatear; pero sí pude comprobar, por enésima vez, que aunque mis labios estén sellados, ellos perciben a la legua mi lugar de procedencia, y se dirigen a mí en mi idioma, algo que no sucede a la inversa.






Me mimeticé con la multitudinaria Tánger. Recorrí su paseo marítimo dirigiendo la vista a la playa de la Malabata, saboreando las semillas de girasol que acababa de adquirir por un dirham —unos diez céntimos de euro—. El vendedor ambulante las llevaba en una cesta junto a otros frutos secos, y no pude resistirme, me encantan las pipas; cogió un puñado con la mano y las depositó en un cucurucho de papel preparado por él mismo. Se notaba que eran recién tostadas porque aún estaban calientes. 
En Occidente nos dejamos seducir por el bonito aspecto de las cosas. Cuando vamos al supermercado la fruta está limpia, brillante, bien colocada. Y a menudo sucede que al comerla la encuentras insípida. En Marruecos ponen las hortalizas a la venta recién sacadas de la tierra, incluso aún con restos, su aspecto no enamora a simple vista pero el sabor es auténtico, como ese del que conservo un vago recuerdo de mi niñez, cuando las naranjas aún sabían a naranjas. Como esas crujientes y deliciosas pipas a granel.






Tropecé con las dos caras de la moneda de Tánger. Otras cosas —no tan jugosas como las naranjas— me recordaron a la Barcelona de mi infancia: los descampados, idénticos a aquellos en los que jugaba de chiquilla; o la dejadez de las personas aún no concienciadas de que las papeleras son para echar en ellas los desperdicios, y que los contenedores de basura sirven para tirar en su interior la inmundicia, en lugar de abandonarla en cualquier esquina a merced de los gatos callejeros y de las altas temperaturas. También suspiré con tristeza y meneé la cabeza con desaprobación cuando vi chavales de no más de diez o once años despachando en las tiendas o mendigando en las calles, sin que nadie se mostrase indignado o sorprendido.






Me quedé boquiabierta con la disparatada Tánger. Vi básculas de baño colocadas en medio de la acera con un dirham reposando a su lado; maniquíes con peinados imposibles en las tiendas de ropa de mujer; exquisitos dulces de diferentes formas, tamaños y sabores expuestos al alcance de las personas y de las abejas; escaparates con vistosos caftanes elaborados con telas de las más variadas tonalidades y texturas; y tendederos plegables repletos de toallas extendidas, en la puerta de las peluquerías...






Experimenté la aventura de coger un taxi en Tánger. Esperé en la parada a que hubiera más personas con el mismo destino, y cuando el vehículo estaba abarrotado —dos ocupantes en el asiento del copiloto y cuatro atrás— emprendimos la marcha, custodiada a ambos lados por mis hombres —marido e hijo—, y si uno de los dos no estaba me ponía en el extremo o pegada a una mujer, jamás junto a un varón que no sea de mi familia. Así fuimos hasta Tetuán, a unos cincuenta kilómetros de distancia —treinta dirhams por persona— y hasta Asilah, a cuarenta kilómetros —veinte dirhams, o sea dos euros—.





¿Qué si podría acostumbrarme a vivir en Tánger, con su estrés típico de capital...? Por poder, podría; pero no es mi ideal. 




Si me dieran a elegir me quedaría en la pacífica y bella Asilah, blanca y azul, en la que puedes pasear por la medina; perderte en el zoco; fotografiarte con unos músicos gnawa; y lo mejor de todo: recorrer kilómetros y kilómetros de playa desierta, caminando descalza sobre una mullida alfombra de arena mojada. Serena, infinita, bañada por el Atlántico. 

Ahí donde la prisa mata me quedaría ahora mismo, sin pensarlo dos veces. Lejos del ajetreado bullicio de cualquier ciudad.







  

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