(Fragmento de Pasión en Marrakech, novela ligera y entretenida, con un toque erótico que va elevando suavemente el tono a medida que el argumento avanza, permitiendo que el lector abra su mente a fantasías sexuales de fondo arabesco).
...cuando se estaba
desabrochando el pantalón, golpearon con ímpetu la puerta. El susto disipó la
libido de forma instantánea, lanzándola a miles de kilómetros de distancia. Nos
levantamos de inmediato y, antes de que ninguno de los dos abriera la boca,
oímos su voz. La de Rachid, sin duda.
¾¡Rápido, abre, Edurne! ¡Sé que Omar está
ahí! ¡Hazlo por su propio bien!
Obedecí. Rachid se coló en
mi alcoba con un hábil movimiento felino y cerró a sus espaldas. Omar no sé…
pero yo me sentía como una colegiala a la que las monjas acababan de pillar
dejándose meter mano. Me puse muy colorada.
¾¡Escóndete! ―me ordenó de inmediato.
¾¡Pero si ésta es mi habitación! ―protesté,
contrariada.
¾¡Hazme caso! ¡Su mujer lo está buscando
como loca! Está llamando a las puertas de todas las habitaciones. Soy el guía y
no quiero líos de cuernos bajo mi supervisión ―añadió, con una firmeza muy convincente.
Omar, nervioso, intercambió con él varias frases en árabe y siguió dando
vueltas por el dormitorio, cual león enjaulado.
Llamaron a la puerta de
nuevo. Me tiré al suelo y rodé bajo la cama. Menos mal que estaba muy delgada
en esa época, porque el espacio entre el suelo y el catre era bastante
reducido. Seguro que ahora me hubiese quedado atascada.
¾¿Omar? ¿Estás ahí, cielo? ―La
inconfundible y temblorosa vocecilla de una Elena llorosa se me clavó en las
sienes. No sé quién estaba más al borde del infarto: ella o yo. Sin perder la
calma y con un aplomo sorprendente, Rachid abrió la puerta.
¾Aquí lo tienes, mujer. Que se ha
equivocado de habitación. Como hay tan poca luz y todas son iguales ―mintió,
con una delicadeza exquisita, eso sí.
Desde mi escondite adiviné la escena con lástima. Ella dudaba y, aunque sólo podía verle los pies, la imaginé recorriendo con los ojos toda la estancia. Recordé que mis bragas habían volado por los aires y empecé a sudar. Me asaltaron terribles remordimientos de conciencia. Y por un leve intervalo de tiempo evoqué aquella horrible escena que tantas noches me mantuvo en vela: mi exmarido follándose a su secretaria en nuestro propio dormitorio conyugal. Maldito seas, Víctor, farfullé entre dientes. Aún me hervía la sangre al recordarlo.
¾Aquí estoy, cielo ―susurró Omar.
¾¿Pero de quién es esta habitación? ―interrogó la chica. Su voz sonó igual que la de una niña de ocho años preguntándole a su padre quiénes eran los Reyes Magos. Aunque sospechaba la verdad, prefería ser engañada.
¾¡Pues mía, mujer! ¡De quién va a ser! ―Se
apresuró a corroborar Rachid, en un tono firme y seguro.
¾Estoy muy cansada, habibi, vámonos a dormir ―se lamentó ella.
¾Claro que sí, princesa ―murmuró Omar
con suma cautela y sus babuchas empujaron con suavidad a las de Elena,
arrastrándolas fuera de la habitación. Se cerró la puerta y la voz de mi polvo
frustrado se fue alejando mientras mi corazón recuperaba el sosiego. Sólo
quedaban unos pies ante mis ojos: los de Rachid y su inconfundible calzado
deportivo. Visualicé mentalmente su figura cruzada de brazos, esperándome, y
dudé entré salir o quedarme escondida para siempre haciéndome pequeñita,
pequeñita, hasta desaparecer. Pero como esta última idea no parecía muy adulta,
decidí dar la cara.
¾Voy a quejarme a la dirección del hotel
porque creo que nadie limpia debajo de las camas ―dije, sacudiéndome la
pelusilla del vestido, tratando de quitarle hierro al asunto. Tal y como
sospechaba, el guía número dos estaba plantado en medio del cuarto, en la
postura que imaginé, mirándome con dureza. Su pose de novio ofendido me ponía
de los nervios.
¾Rachid, yo…, yo ―me sentía obligada a
disculparme y no tenía muy claro por qué. Así es que me quedé muda, y
paralizada. Igual que él. La tensión era tal que podía cortarse con unas tijeras―.
¡No sé qué decir!
Despegó los labios pero de
su boca no salió ni un solo vocablo. Y los volvió a apretar. Su semblante lo
decía todo. Ofuscado, con el orgullo herido de muerte, se dio la vuelta y abrió
la puerta, aunque esta se quedó atrancada a mitad del recorrido, como si no
quisiera dejarle salir. En el suelo había algo que la impedía deslizarse con
normalidad. El guía número dos se agachó y, con el índice y el pulgar a modo de
pinza, cogió el trozo de tela que se interponía en su camino. Eran mis braguitas.
Me las tiró con rabia y salió dando un portazo. La prenda aterrizó en mi cara y
de rebote en mis manos. Las piernas me temblaban tanto que me desplomé sobre la
cama, lanzando un suspiro de alivio, con los ojos en blanco. Un agobiante calor
incendiaba mis mejillas...
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